Se han preguntado alguna vez hasta qué punto somos responsables de nuestro destino, o en todo caso qué porcentaje de nuestra vida se explica por las decisiones que vamos tomando, y yendo un poco más lejos, ¿las tomamos siguiendo una lógica, o algo, más profundo, nos impele a hacerlo?
Uno de los grandes problemas de Europa, y de todo el mundo civilizado, es la neurosis colectiva e individual de sus habitantes. Estamos en permanente conflicto entre nuestros instintos y pulsiones y lo que “supuestamente” deberíamos hacer. De ahí que seamos tan paradójicos, complejos e incoherentes.
Pero ¿somos creadores de nuestra vida?
Hay dos realidades que son implacables: la primera es el condicionamiento genético, la segunda la influencia ambiental.
Es cierto que la genética predispone pero no condena a que algo suceda, pero predispone mucho, y gran parte de lo que pensamos y hacemos no dejan de ser acciones que tienen la necesidad de producirnos cierto grado de equilibrio interno y felicidad. Además nuestro genoma viene con una configuración potencial que se desarrollará y expresará en función de su interacción con el medio.
La influencia ambiental es tan remarcable como la genética, y entendamos por ello tanto las palabras de nuestra madre cuando somos bebés o su estado de ánimo mientras nos desarrollamos en su vientre como el clima de la región del planeta en la que nacemos.
Piensen que genética y ambiente nos condicionan muchísimo más de lo que creemos, pero no solamente en aspectos como el color de los ojos o el tipo de temperamento, sino en otros como la decisión de que carrera estudiar o el tipo de pareja que elegiremos.
Por tanto no es necesario vivir en un permanente conflicto porque lo que hayamos hecho o no, en muchas ocasiones será más producto de la necesidad que de la voluntad.
Pero existe el libre albedrío, por supuesto. Los seres humanos podemos elegir, pero ¿qué?
Simplemente podemos optar por ser lo mejor que “potencialmente” somos o descuidarnos y llegar a estar en un nivel inferior “de alma” del que verdaderamente nos correspondería, y todo eso en función de a qué aspectos de nuestro ser concedemos más importancia, si a los más nobles o a los más vulgares.
Es decir, la semilla de un rosal, no puede llegar a ser otra cosa más que un rosal, pero puede convertirse en una planta espléndida o en una planta marchita y pobre en flores. Y a través de este símil es como pretendo explicar cuál es nuestra capacidad de acción sobre nuestra vida.
Cada uno de nosotros está predeterminado por su ADN y por el ambiente (biológico-cultural) en el que se desarrolló pero es posible hacerse con las riendas del propio destino, lo cual implica muchas veces la suficiente determinación y coraje como para seguir evolucionando a pesar de las heridas sufridas o de los impedimentos o dificultades heredadas. Si además de ello somos capaces de vencer la ideología relativista y nihilista que impera en nuestros días, las posibilidades de elevación como personas en todos los ámbitos aumentan considerablemente.
Pero tenemos dos grandes enemigos para hacernos con nuestra propia vida: uno, pasarse gran parte del tiempo relamiéndose y lamentándose por “lo sufrido” y dos, hacer caso al paradigma de pensamiento social e ideológico predominante que lleva a una gran parte de la población a la apatía, la depresión, la compulsión o el conflicto permanente.
Somos ínfimos respecto a la grandeza del Universo, y a la energía suprema, pero gigantes respecto a nuestras propias posibilidades subyacentes, tan magníficas y tan desconocidas