Desde que leí, hace ya años, la autobiografía de Rita Levi-Montalcini (italiana, premio Nobel de Medicina y que en la actualidad tiene 102 años), llamada “Elogio de la imperfección” me convencí, de hecho siempre lo estuve, que el ser humano correcto, riguroso y ortodoxo no es más que un mediocre de ego soliviantado aunque contenido, o modosito, como dirían algunos.
El hombre correcto es ese señor sesudo que da cifras macroeconómicas o que aplica estrictamente lo que le enseñaron en su carrera universitaria, ya sea en medicina o en derecho o en lo que sea, y que de no resultar eficaz su metodología, lo único que entiende es que no “pudo ser” de otra forma, como si el destino solo tuviera un camino y de errar éste, todo lo demás resultase inocuo o improductivo.
La oficialidad está plagada de este prototipo, absolutamente seguro, debido a la rigidez de sus esquemas mentales, de que las cosas deben ser de una sola manera, y de no ser así, o no existen o se entra en el terreno peligroso de la arbitrariedad.
Pondré dos ejemplos tipo del mediocre inapelable, uno en el terreno económico y otro en el médico.
El primero es aquel que cree que solo funciona un tipo de modelo económico, y que todo debe hacerse según los cánones de ese modelo, aquí el dogmatismo normalmente estriba en los modelos capitalistas o marxistas, con todas sus variantes. La prueba fehaciente de lo maravillosos que son ambos modelos la da la historia y la realidad, ya sea porque mantiene a medio planeta en condiciones de miseria y hambruna, ya sea porque exige para ser sostenido de regímenes políticos dictatoriales.
El segundo es el médico. Es cierto que hay médicos con cierta flexibilidad cognitiva que pueden ver más allá de sus limitaciones organicistas (el día que la medicina supere el paradigma newtoniano-cartesiano y la física cuántica sea el modelo imperante se quedarán pasmados unos cuantos de estos apóstoles). Bien, hay muchos médicos que “condenan”, por ejemplo en psiquiatría, a cualquier paciente diagnosticado con una etiquetita patológica, no se la sacan ni con lejía. La tendencia a la “cronificación” de una persona que ha pasado por un estado de alteración mental está expandida masivamente. Y ya no digamos aquellos que programan el cerebro de un paciente con frases sobre el tiempo que le queda de vida. Utilizan su autoridad moral para grabar en el pensamiento un periodo de “autodestrucción” progresiva.
En relación a esto tuve, en una ocasión, la oportunidad de hablar con un investigador español, especializado en tumores cerebrales, de la Universidad de Oxford, y le hice la siguiente pregunta: “¿Es cierto que hay tumores avanzados que inician un proceso de remisión hasta desaparecer?” Su respuesta fue afirmativa y me confirmó que ese era un tema de investigación todavía muy sorprendente para muchos científicos. Pero este hombre tenía una mente abierta y entendía que hay factores no controlados que posibilitan un cambio de evolución de una enfermedad. Ya Borges en el poema de presentación del I Ching de Wilhelm escribió aquello de “el camino es recto como una flecha, pero entre las grietas está Dios que acecha”.
Y si no que se lo pregunten al arquitecto Norman Foster, que después de ser diagnosticado hace años de un cáncer de páncreas, está vivo, sano, fuerte, activo y practicando ciclismo y esquí de fondo.
Con todo esto quiero decir que el tonto solemne, el ortodoxo limitado, el incapacitado para ver más allá de lo “existente” es un prototipo muy abundante, y que además tiene la habilidad suficiente para situarse en lugares de renombre, puesto que dominan la norma y la norma les hace de escalerita hacia puestos de cierta envergadura.
Y todo esto no sirve más que para mantener el “status quo” de una sociedad que no solo debería empezar a cambiar de modelo político y económico sino de paradigma científico, pero claro hay tanto funcionario de la inteligencia y tanta subvención a repartir, que crudo lo tenemos.
Por eso los “indignados” como dije en el artículo anterior no me motivan nada, porque aunque sus reivindicaciones sean justas, sus planteamientos son decimonónicos, y así no vamos a ninguna parte.