Llevo varios artículos empezados, trato de escribir sobre temas de actualidad, especialmente sobre el movimiento de los “indignados”, haciendo un esfuerzo por empatizar con sus causas, creo que tienen razón en muchas cosas, pero no me motivan nada. Otro iba sobre Grecia, y la injusticia que sería dejarla abandonada, con todo lo que representa histórica y simbólicamente, pero tampoco me apetece. Un tercero sobre especulación capitalista y despilfarro público, pero también me aburre.
Y es que estamos preparando la cena en casa con motivo de la verbena de San Juan, a la que acudirán amigos, unos cuantos; a mi esposa y a mí siempre nos ha gustado tener invitados, además nos encanta cocinar. Algunos de estos amigos están pasando por momentos verdaderamente difíciles a nivel económico y profesional, siendo personas altamente talentosas; en cambio, a otros les va viento en popa o como mínimo bien. Pero por supuesto es un grupo heterodoxo, tanto en edades como en estatus, como en estado civil, incluso en tendencia sexual. Si algo aborrezco son los clones, esos grupos de parejas de clase media de cuarenta y tantos (como nosotros) que no tienen nada que decirse y que pululan alrededor del ego masculino y de bromas blanquitas, al estilo francés, ¡soporífero! Los “chuchús” del norte son incapaces de reírse de sí mismos, por eso sus comedias, a diferencia de la acidez de las británicas, están más cercanas al humor de Paco Martínez Soria, que para aquella España de chorizo y fiambrera ya estaba bien.
En todo caso, y ante el mundo que se nos avecina, y ante la falta de realismo y pragmatismo de la izquierda, y la entrega al mercado de los partidos mayoritarios, ante el caos que llega raudo y veloz, a veces prefiero centrarme en mi entorno más íntimo, que es mucho más enriquecedor. Además siempre he creído mucho en la amistad, creo que la vida sin amigos es menos interesante, menos estimulante, porque la familia, a la que quiero, ya va en el pack, y tiene sus ritos y normas con las que cumplir más o menos habitualmente. Pero los amigos, los de verdad, aquellos que te conocen y toleran tus impertinencias, defectos y manías, aquellos con los que eres capaz de compartir un sueño, un proyecto, una crisis personal o una emoción, aquellos a los que a veces fallas, o aquellos que a veces no se dan cuenta de que no pasas por un buen momento, son, al menos para mí, mis compañeros de viaje. Me alegro sinceramente de sus éxitos y lamento sus fracasos. Hemos creado un pequeño mundo, con un toque de excentricidad que, en ocasiones y afortunadamente, se sale de la formalidad para caer en el surrealismo más felliniano…, sobre todo cuando hablamos de proyectos personales, algunos tan imposibles e ilusos que harían sonroja a un niño de seis años.
No sé porque les cuento todo esto, quizás porque la realidad me parece tan decepcionante, o quizás porque me gusta Frank Sinatra y el cava, —el champagne de vez en cuando—, o porque a veces me apetece la frivolidad, de forma puntual —ya me gustaría darme más rienda suelta pero no, no puedo.
Son las 22.30 h de la noche del miércoles, hace poco he acabado de trabajar, estoy agotado, llevo todo el día sin parar, y estoy escuchando a través del spotify un musical de Broadway. Cuando tengo bajas las pilas me insuflan energía, también lo hace Bruce Springsteen o el jazz, o un cantautor norteamericano que he descubierto hace poco, Jeff Buckley (no se pierdan su tema “Je n’en connais pas la fin”).
De todas formas me comprometo a seguir arreglando el mundo a través de mis artículos, a meterme con Zapatero, a criticar el sistema político, el despilfarro y la especulación financiera, así como la falta de autoridad en las escuelas y en las familias. Pero miren, hoy no me apetece.
En realidad hoy no me preocupa nada. Por un día me lo puedo permitir.