Sostres y Pérez-Reverte

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Hace un tiempo escribí un artículo llamado “Tres mujeres” en el que elogiaba tres políticas de este país, Esperanza Aguirre, que debería ser nombrada presidenta del gobierno casi por aclamación popular para poner freno de una vez por todas al barrizal en que está convirtiendo la izquierda este país, y ante la inoperante prudencia de botones de hotel de Gran Lujo cinco estrellas con la que se mueve el líder de la oposición.
Pobre de mi Mariano, en cuanto gobierne, las escandaleras que le van a montar todos los cortesanos desenchufados del bote y todos los parados generados por el zapaterismo, además de todos los gilipollas anti sistema que pacen por nuestra tierra y que abarcan desde los del no a la guerra, el no a los toros, el no a los crucifijos (pero sí al velo) a los partidarios de crear energía aprovechando las flatulencias del personal -.
Otra de las féminas era Rosa Díez, me cae bien, no la votaría, pero los tiene bien puestos y eso en este país ya es mucho. Y la última es la locuaz y dicharachera tertuliana que supongo estará haciendo algún bolo en estos momentos.
Y tal fue mi error al escribir sobre tres que ahora escribo sobre dos, dos hombres.
Arturo Pérez-Reverte y Salvador Sostres deberían ser, a sus artículos me refiero, de lectura obligatoria para todos los escolares una vez superada la ESO, e inmediatamente después de que les hayan infectado con pedagogía barata, autodestructiva y panfletaria, es decir después de que “Educación para la ciudadanía” les haya lavado el cerebro y que “en resumiendo” consiste en inocular en la mente de los chavales la idea de que “eres un mero átomo sin identidad, sin más valores que la tolerancia y sin más principio que el anularte para que los demás puedan ser y cuya única misión en  esta vida es respetar a todos los que quieran invadirnos, destruirnos, transgredirnos o mearse en nuestra civilización, ya sean autóctonos o foráneos”.
Sostres y Pérez-Reverte son excelsos, brillantísimos, descarados, directos, contundentes, castigados a tener que hablar de una clase política de bajísimo nivel como la que tenemos en este país. Deberían ser británicos o como mínimo norteamericanos, los franceses no dejan de estar apegados a lo políticamente correcto, todo y que la Le Pen empieza a despertar a las ovejas y si además se definiera directamente como antirracista y europeísta, aunque identitaria, le arrebataría la mayoría al centro derecha del inquieto Sarkozy -. Y digo británicos porque allí sí que existen ideologías, - y no “babosines” escondidos bajo el paradigma del centro político-, y los conservadores privatizan, reducen servicios públicos inoperantes, y si tienen que declarar una guerra la declaran y punto, y tienen una Reina que hace de tal, porque ya que la mantienen como mínimo que genere un poco de pompa y circunstancia que para cercanía ya tenemos a los concursantes de Gran Hermano.
Busquen sus blogs, léanlos en sus columnas de “El Mundo” o “Abc”, van a disfrutar de lo lindo, les hervirá la sangre de placer al ver contenidos tan oxigenantes que a uno le dan ganas de pensar que todo es recuperable, transformable, y que existe espíritu, y alma, y hombría, y ganas de vivir, y de experimentar. Ambos detestan la mediocridad, lo políticamente correcto, el Estado-guardería, los politiquitos sin agallas o el maniqueísmo: buenos-malos en función de un prejuicio categórico.
Son necesarios, imprescindibles, más allá de la ideología que cada uno profese, y con la que se puede estar más o menos de acuerdo, tienen la capacidad de hacernos reaccionar ante la infinidad de estupideces que se perpetran en este país, que se cuelan como normativas, y sobre todo ponen el punto de mira en esos que sablean nuestras arcas, que arruinan sus empresas, que derrochan para su propio beneficio aquello que necesitaría la nación para fomentar empleo, que se van de flotillas de la libertad en lugar de irse a Fukushima a apagar reactores, y que viven de nuestro trabajo.
Vibren con sus artículos, síganlos, no hay mejor libro de autoayuda que sus escritos para salir de un estado de apatía, incluso depresivo. Son dos valientes en un país de miserables acobardados.

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