Marlene

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Un consejo: pongan los altavoces...

Alemana, rubia andrógina, de voz grave, a veces rota, a veces de alcohólica despechada, de una terrible y amenazante elegancia, capacitada para unir enemigos en la trinchera al son de una canción. Hija de una Europa visceral, radical, apasionada, atormentada por el amor no correspondido, hija de un continente rasgado por las guerras, de un mundo propio de mujeres y hombres bailando en el secreto de tugurios noctámbulos, de canallas y maleantes y de cuerpos dejados al azar de sus posibilidades sin más regulación que la propia pasión, que el propio aguante.

Coches sin cinturón, amor sin preservativos, champagne sin límites de alcoholemia, citas imposibles, policías vigilantes, putas de liga emergente bajo ligeras faldas, sótanos secretos de hombres con hombres, y leyes morales para regular el caos pasional, naciones con identidad e himnos, familias reunidas con más o menos compostura, todos al cine, a la doble sesión.
Políticos con cuatro normas claras, y gente ardiente, deseosa de consumir la vida a base de vivirla. Cambio de trabajo, ascenso, despido u otro trabajo nuevo…. Esperanzas de mejoría, hijos a los que arrear un guantazo si la impertinencia se desbordaba…, savia fuerte.
Marlene cantando, el feo de Humphrey seduciendo con su cigarrillo a través de la gran pantalla, Berlín dividido y París recuperado… una dulce nota llega a mis oídos que me salva de la mediocridad, del gris…
La Bergman entrando en el Rick’s de Casablanca y una mirada imposible de encontrar en un presente vacío, de pose publicitaria.
-         ¿Baila señorita?
-         Señora, querrá decir
-         Para mí siempre será una joven dama.
-         Querido estoy ya tan vieja, tan decrépita, apenas mis piernas me sostienen. Y hace ya tanto tiempo que nadie me lo pide.
-         No quedan caballeros.
-         No quedan hombres.
-         ¿Me permite? – insistí–.
No sé como lo hizo, pero se pudo incorporar, y casualmente sonó la Dietrich, un grupo de alemanes, de franceses e italianos que permanecían inmóviles en la sala quedaron sorprendidos, ¿qué tendría esa canción que devolvió a la vieja Europa el ánimo, permitiéndole bailar?
-         ¿Sabe? – le dije–. Nunca la abandonaré.
-         Gracias joven.
-         No tan joven, ya no quedan jóvenes.
-         Eso es cierto, ya no quedan.
Y a medida que fuimos bailando su paso se aligeraba, un apuesto danés me pidió permiso para seguir los pasos de la melodía con mi acompañante, y así toda la noche, un caballero tras otro bailaron con ella, sin cambiar las músicas, con nuestros ritmos. Y lentamente empezamos a rejuvenecernos, el salón era una fiesta, una espléndida soirée, los hombres, en varios idiomas, charlaban amigablemente, las mujeres se volvieron extremadamente femeninas, y una vez todos seducidos por el espíritu recuperado, invitamos a la vieja dama a subir al escenario. Le abrimos paso creando un pasillo, y la mujer que parecía perdida para siempre, ascendió los cuatro escalones, cogió el micrófono, tosió un poco, parecía insegura, sonó la música y empezó a cantar. Y si mal no recuerdo, y mi alemán no me falla, era algo así como:
Vor der Kaserne - Vor dem großen Tor - Stand eine Laterne Und steht sie noch davor - So woll´n wir uns da wieder seh´n - Bei der Laterne wollen wir steh´n -Wie einst Lili Marleen.
(Frente al cuartel, delante del portón, había una farola, y aún se encuentra allí. Allí volveremos a encontrarnos, bajo la farola estaremos. Como antes, Lili Marleen.)

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