Una vez, Agustín García-Calvo publicó en El País un artículo en el que defendía una tesis a todas luces provocadora: que la ortografía, supuesta exigencia de pureza y corrección en el idioma escrito, es, en realidad, un instrumento del poder.
Una vez, Agustín García-Calvo publicó en El País un artículo en el que defendía una tesis a todas luces provocadora: que la ortografía, supuesta exigencia de pureza y corrección en el idioma escrito, es, en realidad, un instrumento del poder. Decía allí García-Calvo que “se ha arrebatado a la gente el don de escribir como se habla”; que los doctos y las academias han logrado culpabilizar a un pueblo menos letrado que ellos; que la lengua escrita debe reflejar la oralidad; y, en fin, que para el poder es esencial que se confunda la lengua con la escritura, ya que la escritura se puede manejar desde arriba, mientras que la lengua “se da a cualquiera gratuitamente”, por lo que “es un peligro constante para el orden”.
Obviamente, tales opiniones del señor García-Calvo están en consonancia con su ideología libertaria, bien conocida en él desde hace décadas. Ahora bien: más allá de que las afirmaciones de este artículo sean coherentes con la tendencia general de su pensamiento, lo que hay que preguntarse, claro, es si lleva razón. ¿Es la ortografía un instrumento del stablishment, un fetiche en manos de los cultos, de los pudientes, de los que pueden permitirse una costosa formación académica, y que permite señalar con el dedo a quien no la domina como alguien que no pertenece a la élite social? Si es así, y desde una perspectiva liberadora y democrática, habría que felicitarse de la actual decadencia ortográfica, de una anarquía que desculpabiliza al fin a quienes nunca se han llevado demasiado bien con la b ni con la v. Así que, como digo, ¿lleva Agustín García-Calvo razón?
A mi modo de ver, la lleva, pero sólo en parte. Es verdad que la ortografía, que se inscribe en el estrato artificial y derivado de la cultura -no en su dimensión primaria y más “fresca”, que se encuentra en el plano del lenguaje oral-, ha sido utilizada de hecho como un criterio que permitía distinguir a los bienaventurados de los réprobos: durante décadas -casi diríamos que durante siglos-, incurrir en una falta grave -y aun no tan grave- de ortografía equivalía a cometer una especie de imperdonable pecado contra el sacrosanto tesoro de la lengua escrita. Los profesores las señalaban en rojo y con saña a sus alumnos, que las copiaban cien veces en sus cuadernos. La buena ortografía permitía reconocer, si no al inteligente, al menos sí al que, de una manera o de otra, había conseguido hacerse con el código propio de los hombres cultos. El sujeto en cuestión podía poseer una mente vulgar, una originalidad escasísima; daba igual: por lo menos -y esto era casi lo esencial-, no cometía faltas de ortografía. Y, mientras tanto, los que no habían conseguido penetrar en el sanctasanctórum de la pulcritud ortográfica quedaban condenados al frío de las tinieblas exteriores: eran o fracasados culturales o simple vulgo feliz en su ignorancia. Para gritar en los bares o en el mercado no hace demasiada falta escribir como Menéndez Pidal, y ni siquiera saber cuándo se pone la maldita h y cuándo no...
De modo que, en este sentido, García-Calvo tiene razón: de hecho, la ortografía ha sido utilizada como criterio de distinción entre las clases superiores, académicamente cultas, y las inferiores, que lo son mucho menos. ¿Se es menos inteligente, se pueden decir cosas menos interesantes, profundas o verdaderas escribiendo cantava que cantaba? Por supuesto que no: el plano decisivo del lenguaje es siempre el oral, y nada dice en contra de una mente en cuanto tal el hecho de que se cometan faltas de ortografía. Es más: con frecuencia se ha señalado que precisamente quienes no disponían de una cultura académica formal, los habitantes de los pueblos y zonas rurarles, eran los que exhibían una lengua más rica, castiza y rotunda; un idioma a la vez llano, vigoroso y variado, aprendido de padres y abuelos y enraizado en la sabiduría de lo popular. Así que, en realidad, y si todo esto es así, ¿dónde queda la importancia transcendental de la ortografía que a todos se nos ha inculcado? Más bien, y siguiendo la argumentación de García-Calvo, ¿no habría que felicitarse incluso de las horribles tropelías que cometen nuestros adolescentes actuales al escribir sus smsen el móvil? ¿No deberíamos ver allí el signo de una liberación que reivindica los fueros de la siempre primordial oralidad?
Pues no, en absoluto: la actual hecatombe ortográfica constituye el signo de una previa y más peligrosa hecatombe espiritual. En cualquier orden de lo real, el caos no es nunca una buena noticia -aunque sí lo sea una libertad carente de rigideces y prejuicios-. Dice García-Calvo que la ortografía ha hecho necesarios los manuales de ortografía, con sus miles de reglas torturantes; pero, contra las apariencias, esto no es verdad. La ortografía no se aprende con manuales, sino simplemente leyendo, igual que a hablar se aprende oyendo hablar. La ortografía se aprende por asimilación natural, igual que previamente la lengua hablada: uno lee durante años libros y cualesquiera tipo de textos escritos correctamente y, al final, sin darse cuenta, escribe bien -en sentido ortográfico, semántico y sintáctico- igual que antes aprendió sin esfuerzo a hablar bien. Aunque claro: la condición sine qua non es haber estado en íntimo trato con los libros, con la palabra escrita, durante años. Sin ese contacto frecuente, que enseña a amar las palabras, la ortografía se convierte en un saber esotérico, inalcanzable, que hay que aprender artificialmente mediante ejercicios y reglas. Y es sólo entonces cuando se convierte para quien no la domina en un problema.
Obviamente, el pastor que apacienta su rebaño en el monte, si no ha recibido una educación formal, si apenas ha ido a la escuela, es normal que no conozca las reglas ortográficas; y, por supuesto, no tiene por qué sentirse culpable de ello: no sabrá poner las bes y las uves, no situará correctamente las tildes, pero oralmente se expresa todo lo bien que le es necesario hacerlo, y a más de un respecto seguramente mejor que muchos supuestos letrados. Simplemente, no ha dispuesto de un contacto suficiente con la lengua escrita, por lo que ese código le es extraño; del mismo modo que, por ejemplo, el no experto en leyes no entiende bien la jerga de los juristas. Lo que ya es mucho más misterioso y preocupante es que alumnos que han pasado largos años, hasta llegar a la Universidad, dentro del sistema educativo, al final no dominen no ya lo ortografía, sino tantos otros elementos, aspectos y dimensiones tanto de la lengua como de la cultura en general. ¿Cómo es esto posible? ¿Quíén falla, ellos o el sistema? ¿Es grave esta situación, o en realidad no tanto como se dice?
En el fondo, la solución de tal enigma resulta muy sencilla: estos alumnos se convierten en bárbaros ortográficos porque, aunque parezca lo contrario, los largos años de estancia en el sistema educativo no les han permitido adquirir ese trato íntimo del que hablábamos ni con la lengua ni con ningún otro elemento fundamental de la cultura; y, por otra parte, no es sólo que escriban mal, o que no entiendan bien lo que leen, sino que también hablan mal, de una manera vulgar y pobre: lo cual ya no es culpa sólo del sistema educativo, sino de la cada vez menos rica atmósfera lingüística difusa que existe dentro de la sociedad en la que han crecido. El sistema educativo no consigue introducirlos en el maravilloso universo de la lengua y de la cultura escrita -si lo hiciera, la ortografía se asimilaría de suyo, sin esfuerzo, como sucedería también con tantas otras cosas esenciales- por la misma razón por la que la sociedad no consigue sumergirlos en una compleja constelación de signos y símbolos llenos de sentido: porque tanto en el uno como en la otra se ha perdido la esencial chispa del espíritu, porque ya no se sabe realizar una síntesis significativa de los elementos del mundo –fiestas, palabras, libros, ritmos, trabajos, creencias, ideales, tradiciones, músicas–, al igual que tampoco se sabe hacer lo propio en el ámbito de la cultura académica. Y, entonces, aunque la vida parezca seguir discurriendo como lo ha hecho siempre, ya no lo hace en absoluto.
Convenimos con el señor Gacía-Calvo en que no hay que sacralizar en exceso la ortografía: al fin y al cabo, es una creación humana cambiante y relativa. Y, sin embargo, se impone comprender que el actual desbarajuste ortográfico no debe celebrarse como signo de una mayor libertad, sino, más bien, como síntoma de un horrible caos que afecta también a otros muchos planos de la sociedad y de la cultura. No conseguimos enseñar la ortografía a nuestros alumnos porque tampoco sabemos ya enseñar a nuestros hijos a vivir.
En cierto sentido, tenemos todos que “volver a ir a la escuela”, para deletrear de nuevo las letras más fundamentales tanto de la lengua como del mundo. Volver a levantarnos temprano, volver a saludar al desconocido con quien nos cruzamos, volver a mirar al cielo, volver a aprender los secretos de la vida contemplando un gran árbol, igual que el Siddharta de Hermann Hesse se hizo sabio junto a un río. Y, en cuanto a la ortografía, nuestros colegios e institutos lo tienen muy fácil: en vez de ese tropel de asignaturas fragmentarias y de confusos ejercicios con los que termina no aprendiéndose casi nada, démosles a nuestros alumnos libros interesantes para leer y tiempo para que lean, y leamos con ellos. Leamos en silencio durante años, comentemos lo que vayamos leyendo, discutamos, hagamos preguntas, expliquemos lo que sea pertinente a cuento de tal o cual palabra, frase, párrafo, capítulo. Leamos y hablemos. Enseñemos a los alumnos a escuchar y escuchémosles también nosotros a ellos. Y, haciéndolo, exploremos junto a ellos el misterio inefable del mundo.
El día en que empecemos a hacer esto, habremos resuelto de golpe el problema de la ortografía. Y también, por supuesto, muchos otros que, hoy, una sociedad desnortada no sabe cómo afrontar.