Soy un nacionalista europeo, sin ambigüedades, sin fisuras, un demócrata social-conservador que cree en esa nación de naciones que, a pesar o gracias a su turbulenta historia, se constituye con todo su esplendor como faro del mundo. Siento pasión por estas tierras, por sus gentes, por la diversa pluralidad de manifestaciones de una misma cultura. Cultura que nace en Grecia y que arraiga en el judeocristianismo y que ahora mismo está en peligro de derrumbe.
A mis cuarenta y cinco años creo haber recorrido buena parte de este continente, desde el norte de Escocia a los Países Bálticos, pasando por Portugal, Centroeuropa, el sur de Italia, Polonia, con su maravillosa y fascinante Gdansk, y por supuesto sus grandes capitales: Londres, Madrid, Roma, Berlín y mi adorado París. Un buen amigo que nació y reside allí, me preguntó una vez que siendo tanto mi fervor por esta ciudad por qué no me trasladaba a vivir ahí. Y mi respuesta, aparte de porque profesionalmente no puedo, fue decirle que ese París, el mío, está hecho de una mezcla de realidad y de idealización que de hacerlo cotidiano podría esfumarse, algo a lo que no quiero renunciar. París debería ser para los occidentales de cualquier parte del mundo lo que la Meca para los musulmanes, un lugar de peregrinación obligado al menos una vez en la vida.
Pero los occidentales no solamente ya no valoramos “lo nuestro”, sino que cada vez estamos más vulgarizados, banalizados, degradados ética y estéticamente, debilitados por esa neurosis colectiva que nos han inoculado los adalides del pensamiento débil, atomizados en un individualismo insolidario y egotista, ausentes de nuestra historia, de nuestra apasionante y espléndida historia, viviendo en la insustancialidad y ansiosos porque ocurran cosas… ¿qué?... no importa… que pase algo para llenar el tiempo.
Acabo de llegar de un breve periplo junto a mi esposa por Irlanda, y aparte del agotador trabajo de turista, de libre albedrío pero turista al fin y al cabo, he sentido algunos de sus paisajes, escuchado alguna de sus músicas y palpado algo de su espíritu, y he dormido en el mismo pabellón del Trinity College en el que se alojó Bram Stoker, el creador de Drácula, en una habitación sobria y austera, cercana a la casa de Oscar Wilde. Puede que haya a quien esto no le diga nada, pero para mí cualquier nombre de nuestra cultura que haya hecho alguna aportación elevada al imaginario colectivo merece tanto respeto que, aunque no se encuentre entre mis preferencias personales, hace que sienta una cierta devoción por el regalo ofrecido.
Pero también he visto, como en cualquier ciudad europea, como en mi misma Barcelona natal, ese batiburrillo de McDonalds, Kebabs, Subways, etc., que uniformizan el paisaje urbano, que configuran una clase obrera consumista de bajo perfil sin sentido de su ser, de su lugar como columna de las naciones y como sector reivindicativo y reformista de las sociedades prósperas. Echo en falta esa izquierda social digna, alejada de la babosa progresía, que lucha por las mejoras laborales y culturales de los trabajadores y por su cultivo como seres humanos enraizados en sus sentimientos de pertenencia. Pero la izquierda ya no cumplirá esa función: su decadencia, su impostura, su traición histórica -salvo honrosas excepciones-, es tan absoluta que solo sirven al deterioro de todo el colectivo y especialmente de los más débiles. Solo naciones con alto sentido de su significado histórico y con un fuerte sentimiento paternal hacia sus “hijos” (a diferencia del “maternalismo” sobreprotector de los Estados “corruptibles” del bienestar contemporáneo) pueden devolver la dignidad a los diferentes sectores sociales.
Y es que cada vez veo más jóvenes en la pobreza, y miren, no sé si es porque no tengo hijos, pero es el sector social que, personalmente, más afecta mi sensibilidad. Los he visto en Dublín, los veo en Barcelona, en cualquier ciudad de nuestro continente… Veinteañeros pidiendo en la calle o buscando en los contenedores, o como ya expliqué en un anterior artículo, esperando al cierre de los supermercados para que les den los excedentes del día.
Y ahora cierro el artículo: no se puede amar una tierra, una nación, un continente, ni admirar su naturaleza, sus instituciones o su cultura, sin amar a sus gentes, y especialmente sin cuidar de sus viejos y de sus jóvenes. Por eso hay que desenmascarar a toda esta plaga que se esconde en el progresismo para diluir nuestras esencias y para, desde la utopía social y la frivolidad de sus intereses personales pequeño burgueses, dejar en la marginación a los más débiles y a aquellos que tienen la edad que les permitiría desarrollar la fuerza y la energía para aportar lo mejor de ellos a la sociedad.
Siempre he pensado que el bipartidismo democrático, al estilo británico, es el mejor sistema político existente, y yo personalmente no pienso subirme a ningún otro carro de esos que no se sabe a dónde nos puede llevar, pero las izquierdas y las derechas deben volver a ser dignas, patrióticas y con alto un alto sentido de la responsabilidad y la justicia social. De no ser así estamos vendidos, y ya lo estamos.
Amar a Europa significa, sobre todo, creer que la podemos regenerar.