Francisco Caja, filósofo afincado desde hace siglos en Barcelona, hombre de pro y decidido luchador contra el secesionismo catalán, acaba de publicar un libro sorprendente: “La raza catalana”. En él descubre todo un componente, cuidadosamente tapado por lo general, que se pone de manifiesto en los principales teóricos del separatismo —Prat de la Riba, Valentí Almirall, Rovira i Virgili…—. Resulta que, para estos caballeros, además de la blanca, la negra y la amarilla, existe otra raza: la que formamos los catalanes. De ello y de otras consideraciones sobre las implicaciones del fenómeno “nacionalista” hablamos seguidamente.
El libro es importante: rigurosamente documentado, merece absolutamente ser leído. Y para quienes estén en Madrid este miércoles 10 de noviembre, una noticia que les va a interesar: el libro será presentado por Jon Juaristi y Pedro Antonio Heras en el Centro Riojano de Madrid, c/ Serrano 25, a las 19.00 h.
Vayamos al libro en cuestión. La raza catalana… El problema, por supuesto, no estriba en afirmar algo que pone los pelos de punta a las gentes políticamente correctas del Sistema, a saber: existen diversas razas humanas. El problema estriba en considerar que dentro del conjunto del pueblo español existen razas distintas (a lo mejor tantas como las diecisiete comunidades autónomas…). Es cierto, al paso al que va la inmigración pronto España estará constituida por múltiples razas, pero aparte de que aún no hemos llegado ahí, no es esto, desde luego, lo que querían decir los fundadores del catalanismo allá en el siglo XIX.
No hace falta extenderse demasiado en la estupidez consistente en pretender que catalanes y castellanos (“españoles”, como cada vez se dice más en Cataluña) constituimos dos razas distintas —pues de esto, de esta única diferencia “racial” se trata, como el lector puede fácilmente imaginarse. Así, por ejemplo, un Prat de la Riba pretenderá, según cita Francisco Caja, que los castellanos son semitas y los catalanes, arios… ¿Qué?… ¿Perdón?… ¿Dijo… “arios”?… Pues sí, esto dice Prat de la Riba. En fin, sin comentarios.
El problema se agrava cuando uno piensa que semejantes dislates no dejan de encubrir una idea tan profunda como sana —y ahí ya no estoy tan seguro de que Paco Caja esté de acuerdo conmigo. Lo que encubren los dislates separatistas es, al menos en parte, esta idea: los pueblos tienen identidad propia. Los pueblos no son una mera suma de átomos individuales agrupados en masas gregarias. Los pueblos son esa cosa que, aunando a los muertos, a los vivos y a los venideros, da sentido, posibilita la existencia misma de los hombres. Entre otros motivos, porque esta identidad colectiva —que no existiría, desde luego, sin las personas que hoy la integran, pero que es netamente superior a la suma de las mismas— es precisamente lo que a los hombres nos permite hablar; es decir, pensar; es decir, significar; es decir: ser. La lengua —la que sea— no es (o sólo es secundariamente) el medio de comunicación que pretende el individualismo gregario de nuestros días. La lengua es la sal misma de la tierra. La lengua es aquello que nos hace ser. La lengua, como bien decía Unamuno y Valentí Almirall retoma (no sé si citando o no a ese “semita” profesor de Salamanca), es “la sangre del espíritu”.
Y esto hoy, en España, es algo que, para nuestra desgracia y para nuestra vergüenza, sólo lo dicen, piensan y sienten (mezclado, es cierto, con multitud de otras motivaciones, algunas mucho más prosaicas, otras simplemente viles) los nacionalistas catalanes y vascos. El problema, el drama, procede de que los muy necios se imaginan que la sangre del espíritu vasco o catalán es exclusivamente vasca o catalana. No se dan cuenta —o se dan, pero son incapaces de asumirlo— de que su sangre, su lengua, su identidad, es tan vasca o catalana como española. Y entre ambas no hay —salvo por su obcecación— contradicción alguna. Si fueran capaces de reconocer de verdad, sin hegemonía ejercida por ninguna sobre la otra, ambas identidades, ambos "destinos", lo que hoy es pequeño, provinciano y miserable se convertiría, como subrayaba yo en cierta ocasión, en grande y admirable. Mucho más admirable, por ejemplo, que la profunda indiferencia del resto de España ante la cuestión de la identidad nacional.
Cuando lo que mueve al pueblo vasco y al catalán son sentimientos parecidos, pretender, como hasta ahora todo el mundo ha pretendido, que el secesionismo se puede y debe combatir con la simple idea de que la unión en general y el bilingüismo en particular son cosas mucho más prácticas y útiles, pero que nada tienen que ver con la identidad, con la vida y con la muerte, constituye un dislate casi tan grande como pretender que los castellanos pertenecen a la raza semítica y los catalanes, a la aria.