Pensaba en escribir uno de esos artículos lapidarios de los que acostumbro y que parecen prever el fin de la existencia civilizada en el planeta, pero de repente me he acordado de mí irredento optimismo, unido curiosamente a un mar de fondo melancólico, de ese otro yo surrealista que tiene capacidad para distanciarse de cualquier dogma, aunque sea por un breve instante, y convertirse en personaje de este gran circo que es el mundo, de ese gran decorado que fue la historia y de esa gran ilusión que se proyecta continuamente sobre la pantalla de nuestras retinas y que nos hace abanderados de una determinada distorsión, a elegir.
El esplendor del cine italiano… ¿Se acuerdan de aquella Italia grandilocuente, desmesurada, radicalmente femenina, de un comunismo prêt-à-porter impedido por la permanente, eterna, democracia cristiana, de aquella renombrada Via Veneto de la sofisticada burguesía romana a la que nunca, quizás, tuvimos el placer de ir a cenar?
Rossellini, Antonioni, Passolini, de Sica, Visconti, y sobre todo Federico Fellini… Mientras la crítica internacional alababa La dolce vita —uno no puede cansarse nunca de ver a Anita Ekberg llamando a Mastroianni desde dentro del agua de la Fontana di Trevi, incluso habría que considerar la posibilidad de convertirlo en antidepresivo obligatorio para todo aquel que ahogado en su propia percepción ha perdido la creencia en la magia terrenal—, la crítica de la capital —sigo— la consideraba obra de un provinciano que imaginaba a una nueva clase social que no existía. No, no existía, él la inventó… y pobló la città de ricos que, al estilo de sus personajes, ejercían de sofisticados amantes del arte y de la elegancia.
Un Martini rosso, prego!
Deambulaban los vividores, los ladrones, las putas, las monjas, los fascistas, los maricones, los trapecistas, las mujeres voluptuosas, los cardenales, los ricos, los pobres, los intelectuales incomprendidos, los escritores de moda, los fantasmas, los altos financieros, los payasos y los músicos, los desgraciados y los distinguidos por la fortuna, los apuestos, los enanos, las rubias, las morenas, los amigos, ah…, la amistad perdida… Deambulaban por una de las más lucidas miradas del siglo anterior, de una exquisita sensibilidad y de una profunda comprensión del alma humana, del teatro de la vida.
Y entre todo ello, un culo. No será probablemente el culo más bello que haya aparecido en una secuencia cinematográfica, ni el más recordado, pero sí el más significativo, el más espléndido, símbolo de una Italia radiante, feliz, contradictoria, rebelde y papista que al mismo tiempo paría creadores capaces, como siempre hizo, de plasmar sus propios universos.
La Gradisca era Italia, al igual que las anoréxicas andróginas de la actualidad son Europa. Era la Italia de la pasión, de la transgresión, de la pietà, la de la fumata blanca vaticana y la de las ambiguas mil y una noches. Era el alma vital de un futuro que derrumbamos, de un futuro-presente pobre y aplanado, de razón barata y espíritu baldío.
Al cerrar los ojos veo el lejano y desconocido Rímini convertido en un gran escenario en el que habita una mujer de vestido rojo que contornea sus caderas de forma sinuosa y contundente, ofreciendo en primer plano su culo para la vista de un público dispuesto a vivir, a vivir de verdad.
La Italia eterna, la Italia salvífica.