La verdad, no me decidía por el tema a escribir para este artículo, dudaba entre hacerlo sobre el pamplinas de Rajoy y sus miedos: le tiene pavor a la “matrix catalana” que se desmoronaría en el momento en que alguien le dijera a su población aquello de que “el emperador va desnudo”, les da carnaza a los progres sacrificando a gente no imputada en el caso Gürtel y habla de las “chuches” con pasión. De verdad, que ser más anodino, a ver si algún día llega la esperanza vestida de rosa y nos saca de encima a todos los ineptos, a los que gobiernan y a los que en estos momentos se les oponen.
También pensé hablar de ese grupo de viejitos nórdicos que apuntándose a la histeria colectiva, ¡ellos se lo iban a perder!, le han dado un premio a Obama, por bueno.
Pero no, quiero escribir sobre Woody Allen, concretamente sobre su última película. De entrada decir que reconozco en mí dos aspectos bien diferenciados, para algunos contradictorios, por una parte un profundo esencialismo unido a una visión trascendente de la existencia y por otra, un cosmopolitismo vitalista (dentro de mis posibilidades), amante de las ciudades, del jazz, del arte contemporáneo “de calidad” y que respeta al máximo la condición de cada persona, sea esta cual sea.
Pues bien, Woody Allen me gusta casi siempre, y su última película, “Si la cosa funciona”, no es una excepción. Aparte de alguna perorata, un poco insufrible, del protagonista, su frescura, comprensión y conocimiento de la psicología humana me parecen excelentes. Pero hay algunas cuestiones que aparecen en la película que desearía comentar, y me refiero concretamente a su ridiculización de las creencias religiosas y con ello de la “América profunda” tan, supuestamente, rancia, rígida y anacrónica.
Woody Allen es un liberal, y es cierto que nada tiene que ver un liberal demócrata americano con un progre europeo, en primer lugar allí no se les cae la baba por cualquier blandenguería ni traicionan sus constituciones ni los principios fundadores de sus países, y el concepto de patria suele ser bastante sagrado. Y en última instancia consideran el hecho de ser estadounidense por encima de muchas otras cuestiones.
Lo que ignora el señor Allen es que para que exista ese Nueva York radiante, moderno, internacional, creativo y glamuroso que tanto le gusta, es necesaria la existencia de esa ciudadanía “country” de firmes valores y profundas creencias, de solidaridad inter-pares y de contundencia visceral ante los que se saltan las leyes. Porque esos supuestos “bárbaros” que no alcanzan la sofisticación de los personajes de sus películas, y mucho menos la del Presidente Obama, son las raíces y pilares sobre los que se sustenta un gran país.
¿Se imaginan una nación entera poblada por el prototipo de habitante neoyorkino? ¿Cuánto tiempo tardarían en caer en manos de auténticos fanáticos venidos de allende los mares? En su frivolidad y estúpida tolerancia pensarían que todo el mundo tiene derecho a expresar y a creer en lo que le parezca, y nada, en tres años se los merendarían como pececillos en un estanque de tiburones.
Ese es el gran problema de la progresía europea, de parte de los liberales americanos, de los viejitos nórdicos, de ZP, de Woody Allen y de Obama, que consideran que los autóctonos con identidades fuertes y constructos mentales sólidos son un lastre que impide el desarrollo de una verdadera política abierta al mundo. Y la verdad es que son ellos y únicamente ellos, los hombres y mujeres de una pieza, los que garantizan, desde su espíritu conservador y sus fuertes convicciones, que los “blanditos” puedan seguir jugando al juego de la libertad. Porque el día que desaparezca el temple y la firmeza de los pioneros americanos, el anhelo de identidad de los patriotas y las creencias religiosas que nos identifican como cultura, ya verá la progresía el mundo en que se van a encontrar. Y miren, hay una parte de mí, que, maliciosamente, desearía que lo vieran.
Mientras tanto seguiré disfrutando de Woody y riéndome con sus delirantes diálogos. Y ello gracias a que los despreciados “paletos” americanos con su esfuerzo y sus sobrias costumbres seguirán enervando las raíces y con ello permitiendo que el glamur de New York no desaparezca, o lo que es lo mismo, que el viejo y frondoso árbol estadounidense siga echando flores.