Cuando tenía siete años mi madre me apuntó a clases particulares de catalán, vivía en un barrio obrero periférico y el franquismo aún estaba dando sus últimos coletazo por lo cual excepto en contadas escuelas, era difícil estudiar esta lengua. El aprendizaje de uno de los dos idiomas propio de Cataluña me posibilitó en el futuro, y entre otras cosas, corregir los escritos, por una cuestión profesional, de exaltados independentistas que redactaban con faltas sintácticas y ortográficas.
La ponderación, sobriedad y creatividad de la cultura catalana siempre me gustó, es más a día de hoy reconozco que leer ciertos libros en catalán, por alguna extraña razón, me produce paz, supongo que hay algo de materno en ello.
Por otra parte ni que decir tiene que la búsqueda de la excelencia, de la calidad y del trabajo bien hecho es una característica propia de esta tierra, así como una bonhomía tranquila, prudente, no dada a la exaltación emocional, pero confiable y amable. Que nadie dude que éste es un lugar de acogida y que, al cabo de poco tiempo de vivir en él, la mayoría de las personas se sienten cómodas e integradas.
Tampoco tengo la menor duda de que la mayoría de ciudadanos de Cataluña amamos esta comunidad, defendemos la pervivencia y permanencia de la lengua catalana, y sabemos de, -y apoyamos-, una identidad social y cultural propia, a igual que la tienen los andaluces, los vascos o los castellanos. Es más, estoy convencido que la mayoría de los españoles de bien defienden el patrimonio cultural y lingüístico catalán, y que no les gustaría ni verlo desaparecer ni minimizarlo.
Dicho esto, ¡Qué cansancio! ¡Cuánta manipulación! ¡Cuánto alejamiento de la realidad social catalana! Montilla diciendo esa reiterada estupidez del desafecto catalán hacia España. El nacionalismo radical, no el de las personas sensatas, ha imbuido de pensamiento único a toda la sociedad, ha creado una dictadura ideológica de la que es imposible escaparse, y sí o sí tienes que expresarte como ellos marcan, y si no permanecer en silencio.
Pero lo peor de todo no es esto. Lo peor es que el problema catalán es podríamos definir como “el techo de cristal”. No nos engañemos, detrás de todo este aparataje ideológico lo que se esconde, de manera más o menos consciente, es la defensa y perpetuación acérrima de un establishment social y económico que inteligentemente ha sido diseñado poniéndole una guinda, una guinda que enmascara la realidad subyacente, una guinda llamada Montilla.
La única manera de que no exista la idea de discriminación hacia un importante sector de la población, es poner al frente a un miembro del sector discriminado, un andaluz astuto donde los haya que habla lento en catalán porque no lo domina y que habla lento en castellano para que no se le note el acento de su tierra y qué mejor que hacerle President de la Generalitat de Cataluña. Es la cuadratura del círculo, la máxima idea de integración, pero ¿qué hay detrás de todo ello?
Sencillamente la existencia de dos clases, los ciudadanos de primera y los de segunda. Pero que nadie me malinterprete, tan discriminados están los jóvenes catalanes de varias generaciones de Berga como los jóvenes de Santa Coloma de Gramenet cuyos padres inmigraron de algún lugar de España, porque no se trata de una dicotomía catalán-castellano sino de mantener un statu quo para que los de siempre sigan estando ahí arriba sin que nada les perturbe.
Pongamos un ejemplo, mientras que las empresas catalanas pasan por serias dificultades, siguen el proceso de deslocalización y algunas multinacionales plantean la posibilidad de marcharse o cerrar parte de sus plantas, la Generalitat, con su guinda a la cabeza, regala a uno de los voceros-pancarteros mayores del reino una academia del cine catalán con su sueldo oficial y su glamour. Otro de los politiquitos exaltados, personaje berlanguiano donde los haya, el vicepresident Carod-Rovira se pasa los meses viajando alrededor del mundo, y abriendo “embajadas” para colocar a amiguitos de una u otra índole. La cuestión es permanecer en la cresta de la ola. Y así podríamos poner cientos de ejemplos.
La sociedad civil catalana, concepto escuchado por estos pagos hasta la saciedad, permanece al margen del interés de los sucesivos gobiernos de la Generalitat, especialmente de esta cosa llamada tripartito que sirve exclusivamente a sus acólitos, a sus exaltados y a sus clientes más fieles.
La política identitaria prescinde de las dificultades por las que están pasando empresarios y trabajadores, auténtico motor de una sociedad dinámica y pionera como la catalana, y se dedica a construir una entelequia que desgasta las arcas públicas y que deja al margen cualquier atisbo de real politik (concepto alemán que se basa en atender las circunstancias no desde la estúpida demagogia sino desde la praxis y el posibilismo).
Cataluña está perdida, cansada, hastiada de su clase dirigente, tan alejada de la realidad, y de los cansinos y fastidiosos exaltados que, como moscas cojoneras, tienen mareada a una sociedad potencialmente esplendida. Nacionalistas moderados, catalanistas y españolistas respetuosos, es decir los constitucionalistas, somos la inmensa mayoría de los habitantes de Cataluña, esa mayoría silenciosa que tiene que aceptar, continuamente, a un club de ineptos gobernantes que unidos a esa minoría subvencionada y crispante, mantienen sus privilegios a base de obviar la realidad.
El problema es que el pensamiento único con el que hemos sido machacados durante las últimas décadas ha grabado en la mente de todos los catalanes la idea de que si uno no es independentista o soberanista directamente es anticatalán, y eso ha creado mala conciencia, razón por la cual una minoría controla y domina todos los resortes de poder, y la inmigración española y sus descendientes hacen un esfuerzo de catalanismo para no quedar más al margen de lo que les corresponde por no ser completamente autóctonos. Solo desde ahí se explica la paradoja de la guinda.