Si tuviera que explicar en qué consiste la felicidad, lo más probable es que me limitara a decir que se trata de alcanzar cierto grado de paz interior. Entonces, probablemente, la siguiente cuestión o cuestiones serían: ¿Cómo se alcanza la paz interior? ¿Leyendo? ¿Meditando? ¿Haciendo deporte? ¿Teniendo una vida ordenada, tranquila y estable? Y si, como ocurre en la mayoría de los casos, ¿estuviéramos configurados con elementos contradictorios, incluso conflictivos entre sí? ¿Sería válida una vía existencial que adoptara a unos y abandonara a su suerte, a su sombra como diría Carl G. Jung, a los otros? Sería una forzada y restrictiva paz interior, por lo tanto ya no sería.
La búsqueda de dicha paz requiere una compleja y permanente actividad de autoconocimiento, valor e iniciativa. Autoconocimiento, porque es el primer y fundamental elemento en la vía de la realización personal, imprescindible para ir deshaciéndonos progresivamente de la angustia y de la ansiedad vital que implica el no saber quién somos y cuál es el lugar que nos corresponde en la vida. Valor para asumir las contraposiciones internas, para que cuando A y B sean aspectos potentes del ser, en lugar de tratar de acallar a uno aumentando hasta lo imposible al otro, procurar encontrar la vía que permita su inclusión, la “conjunción de los opuestos” de la que hablaban los alquimistas en la Edad Media. Valor también para alejarse del gregarismo, de la reactividad inmediata, de la compulsión banal. E iniciativa para ser libre, en un auténtico compromiso con uno mismo y con su vía de desarrollo humana y espiritual.
La libertad que nos debe acompañar en toda búsqueda de la paz interna y de la plenitud como hombres no conlleva irresponsabilidad y mucho menos impulsividad, pero sí coraje y determinación cuando el camino empieza a vislumbrarse.
Sólo hay un peligro en todo este proceso que debemos evitar: la inflación del ego. Cuando ésta empieza a sobrevenir se entra en la desmesura y en el delirio insustancial configurado, en ocasiones, de forma brillante y apoteósica. ¡Cuántos complejos de inferioridad se han compensado a base de auto-conceptos megalomaníacos! ¡Cuántas carencias y heridas afectivas profundas han dejado el rostro de la psicopatía en cientos de personajes históricos! ¡Cuánta homosexualidad ha sido enmascarada bajo un estricto y rígido moralismo! ¡Cuánta incapacidad para la vida terrenal ha sido sublimada en forma de huero discurso filosófico!
La inflación del ego no deja de ser una cobardía existencial, una huida hacia delante, un alejamiento de la esencia para transformarse en personaje y, desde esa posición, se ocupe el lugar que se ocupe, el destino final no es más que el fracaso, incluso el ridículo, ya sea personal o colectivo.
Hoy millones de personas en todo el mundo buscan en los libros de autoayuda la forma con la que mejorar sus vidas, ya sea mediante la hábil estrategia social o las conexiones mágicas con la energía del universo, pero lo más probable es que no lo consigan, y que tras un libro venga otro, y después otro. Y así en la creencia de que “si lo hicieran, lo conseguirían” permanezcan en ese estado de ilusión balsámica que produce dicha literatura.
La búsqueda de la felicidad, de la paz interior, es probablemente la mayor aventura que pueda iniciar cualquier ser humano. Pero lo primero que debe hacer es enfrentarse a sí mismo, con la intención de conocerse, y a partir de ahí luchar por ubicarse en su destino, que es el lugar al que le llevará el desarrollo máximo de sus cualidades intrínsecas. Y que nadie dude de que esa búsqueda implicará, necesariamente, atravesar desiertos en los que se tarde en ver el final, pero ahí está la grandeza de cada espíritu, en la decisión de echarse o no a andar.
Y quizás, como decían Machado o Kavafis, en sus respectivos poemas, lo importante sean los caminos de esa búsqueda.