Entre el Dios de Calvino y los dioses de África

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“Ayer ellos tenían la Biblia, y nosotros la tierra; hoy nosotros tenemos la Biblia, y ellos la tierra”. Sibusiso aspira la pipa mientras sonríe su pensamiento mascullado al son de la hierba transfigurada que recorre sus pulmones. Su sonrisa es abierta aunque controlada. No se trata de la mueca beatona de ciertos hombres de bien que esconde más que muestra. En éstos, el gesto carece de profundidad sentida y se convierte en un juego malabar, mero ademán que pretende más que responde. Es la primera como el cielo de Johannesburgo durante su invierno, una ventana pastel durante el día que se torna marina al anochecer, las estrellas disecadas en el firmamento; es la segunda como el cielo insular de Albión, gris sobre gris algodonado, sonrisa velada que oculta la infinitud del horizonte: Eva, Adán y su taparrabos.
El sentir bíblico de los hijos de aquellos que vinieron del norte, el rifle a diestra, la Palabra a siniestra, difiere del de aquellos que velaron su sexo a la vista del calvino. El africano no le pide nada a Dios en sus rezos y sus cantos, pues, en su cosmogonía, Dios no está interesado en los irrelevantes asuntos de los humanos, que negocios intergalácticos de mayor alcurnia requerirán su omnipotente oficio. El africano cree en sus ancestros, en la estirpe familiar, en la no ofensa a la memoria de los que, antes que ellos, caminaron en la tierra; y no es asunto nada despreciable tal culto a los espíritus ancestrales, que todo un Imperio mediterráneo rendía mayor pleitesía a aquéllos que a sus mitos y leyendas.
En algunas iglesias negras el cristiano se convierte en pagano, y de sus bocas sale la espuma, y sus ojos se pintan de marfil, cuando el sangoma, vestido de predicador, induce al devoto a sentir a dios en sus entrañas. Los cuerpos bailan poseídos por un sentido remoto de la existencia y el individuo se hace parte del cosmos. No hay nada por lo que ser perdonado, no hay nada por lo que ser condenado cuando el sema arde en el interior del soma.
En el interior de la Iglesia calvina todo es púdico entre el público. Las corbatas, los rostros recién afeitados, los vestidos largos a juego con las pamelas, el libro negro en la mano. El pastor acaricia a sus ovejas en el lomo con promesas de praderas donde la hierba crecerá verde y fresca por los siglos de los siglos, y ya no habrá por lo que sufrir, que la mortalidad será frío abstracto, escalofrío repentino, sueño olvidado de una oscuridad eterna, y la vida será eterna, y no habrá dolor, no habrá terror, sólo candor. El pastor mencionado, hermano de un buen amigo mío, condenó hace poco a la madre que lo parió al fuego eterno por ser una mala cristiana, por acoger entre sus brazos a su hijo homosexual, vergüenza del Padre de la creación que, con fango, moldeó al ser humano a su imagen y semejanza, es decir, cagón y meón.
El africano ha interiorizado la Biblia, y ve en el sufrimiento del crucificado y sus mártires un modus vivendi que le sirve de inspiración en su lucha diaria por la supervivencia. El africano no pide nada a Dios, como se ha dicho. Asume que la vida duele, y debe ser dolida, la mirada alta, el paso tranquilo. El africano sigue riendo alto en situaciones en las que muchos otros hijos del bienestar no llorarían —se pegarían un tiro.
La vida como camino de rosas asilvestradas sobre las que hay que caminar descalzo, los pies sangrantes, es un concepto que el occidental olvidó hace tiempo. En África, los niños negros corren descalzos, y las plantas de sus pies desarrollan una suela de piel natural encallecida sobre la que caminar por montes, bosques o carreteras de grava. En África, el paso de la niñez a la madurez de un hombre no se celebra con coche nuevo y puta de carretera; los adolescentes son circuncidados sin anestesia alguna y abandonados en medio de la nada, donde deberán demostrar que merecen ser sustantivados como hombres, sobreviviendo al sufrimiento físico y psicológico que les deparará la experiencia, o morir en el intento.
Sobrevivir a tal experiencia marcará, por supuesto, un antes y un después en la vida del otrora infante. Asumir las espinas en la rosa y sentirlas atravesar la piel sangrante supone poder llegar a entender el olor y el color de la flor.
La frase de Sibusiso encierra un significado oculto al mirar del parroquiano que se hace llamar cristiano calvino, católico o anglicano, y que pide a Dios, no otorga. El Libro en éstos pierde toda trascendencia y se convierte en ansiolítico con el que apaciguar el miedo al dolor, al sufrir, al vivir, al morir. La cara bobalicona que pone al dar, Dei gratia, la limosna con la que pagar el perdón de sus pecados es la mayor expresión de la Biblia como Valium. El africano, por su parte, toma el via crucis de Cristo, del que resucitará al tercer día, y la persecución y ejecución de los mártires por parte del Imperio Romano, y lo convierte en metáfora de su propia existencia, dotando a su sufrir de un sentido místico: el sufrimiento como camino a la trascendencia.
 “Ayer ellos tenían la Biblia, y nosotros la tierra; hoy nosotros tenemos la Biblia, y ellos la tierra”, repite Sibusiso mientras sonríe su pensamiento mascullado al son de la hierba transfigurada que recorre sus pulmones.

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