Muchas cosas se han acabado. También la clase obrera
Después de estar ocho o nueve horas en la fábrica de lunes a viernes y disfrutar con la espléndida programación televisiva: estupendas películas de Van Damme o Seagal, series de serie B de mucho éxito internacional, concursos genuinos en los que hay que vencer a un geranio en una prueba de reflejos o saltar de una roca a otra con los pies atados, una venda en los ojos y la abuela a las espaldas, llega el esperado fin de semana que en verano tiene tres grandes alicientes: el centro comercial, la playa y la casa de los suegros. En invierno la opción playa se sustituye por más horas en el centro comercial.
Al capitalismo salvaje le interesa tener anestesiada a su clase obrera, y qué mejor que tenerlos entretenidos como monos en un parque o como “niñones” grandes. Ahora me compro la play, ahora la wii, ahora la blackberry, ahora me bajo mil películas y dos mil canciones que ni conozco ni veré ni escucharé. Un mundo feliz cercano a la subnormalidad.
La clase obrera corre el peligro de perder su dignidad y su entidad a base de permitir que se les trate como si no tuvieran cerebro.
Recuerdo en el post-franquismo español, recién estrenada la democracia, que en mi casa y en casa de algunos amigos míos, todos working class, nuestros padres se interesaban por determinados temas que ahora serían imposibles de aceptar. Por ejemplo, se veían entrevistas televisivas “profundas”, debates sobre variados asuntos, la lectura estaba presente a través quizás de libros no excesivamente elevados, muchas veces proveídos por el entrañable y familiar Círculo de lectores, que aún existe, y se hacían algunos pinitos en la música clásica más popular, desde la zarzuela hasta algún aria de La Bohème o de Turandot.
Nuestros padres nos educaban con la suficiente disciplina como para, llegada cierta edad, nadie nos pudiera confundir con un chimpancé o con una cabra montesa, cosa para la que hoy en día es necesario ser un experto naturalista.
La gente, cuando existía un cierto orden social, se esforzaba por ser educada y por adquirir cierto conocimiento o cultura, y la menor presión por el éxito individual permitía que se tuviera más tiempo para ilustrarse.
En cambio, en la actualidad, el escepticismo vitalista se ha apoderado de toda una gran masa social de personas con cuerpos de hombre, mentes de niño y una reactividad que deambula entre los sueños de grandeza y las rayas de cocaína, ya que, debido a una permanente excitación frustrada, la cocaína es la medicina paliativa de un estilo de vida hueco y pueril.
Decía San Pablo en su Carta a los Corintios aquello de: “Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre, me despojé de las niñerías. Ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara.”. Pues sí, porque incapacitados para percibir la realidad de un modo más cercano y auténtico –desde la quietud y el apaciguamiento del ego y sus deseos que permiten la empatía–, sólo nos queda proyectar en el mundo externo las limitadísimas configuraciones sensoriales que genera nuestro cerebro. Nuestro estado primitivo como especie nos imposibilita acceder a niveles superiores de conocimiento que están ahí, inmutables y perennes, y que, de serenarnos, podrían alcanzarse con más liviandad. pero que se acaban convirtiendo finalmente en un difícil y fatigoso progreso evolutivo.
La sociedad de las libertades se ha convertido en un gran happy park de primates promiscuos, idólatras y sin espíritu, y que requieren de la adicción al ordenador o a una droga para soportar su existencia.
Me temo y preveo un gran bandazo social, porque algún día habrá que poner orden en la jungla. Ahora bien, y para senior en la línea de mi anterior artículo, no será justo que los de abajo, sean quienes sean, de aquí o de allá, paguen el desaguisado producido por los gobernantes que nos han llevado a la decadencia.
Pero claro, de seguir así, acabaríamos andando, de nuevo, a cuatro patas.