Poniendo los puntos sobre las íes

El dolor de los hombres

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Nací y vivo en una postal viviente, llena de gente correcta y felizmente adocenada, llamada Barcelona. Ciudad que amo profundamente a pesar de la artificiosidad conceptual a la que ha sido sometida en las últimas décadas por parte de su ayuntamiento. Pero la cuestión no es ésa. Había acabado de cenar con un buen amigo en un restaurante del Poblenou, una de las pocas zonas aún no del todo diseñadas de la ciudad, cuando vimos pasar, serían las doce de la noche, una mujer de origen hindú con sus dos hijos pequeños, una niña y un niño. El niño tendría unos cuatro años y la niña, seis o siete. Madre e hija iban cargadas con bolsas y con cara de fatiga, el niño iba caminando por delante con un rostro no excesivamente alegre. Quien haya leído mis anteriores artículos sabrá que lo “políticamente correcto” me produce urticaria, pero una cosa es la estupidez buenista y otra, el dolor humano. Y el dolor no tiene raza, ni color, ni sexo. El dolor es, por ejemplo, el agotamiento de esa mujer y el de su hija. Supongo que vendría de trabajar y de recoger los críos a la misma hora en la que nosotros nos habíamos acabado de zampar una suculenta cena.

Por ello, cuando el otro día el señor Silvio Berlusconi dijo después de haber paseado por el centro de Milán que aquello parecía una ciudad africana y que eso a los italianos no les gustaba, sentí una cierta repulsión, y sobre todo porque quien lo dice e, independientemente de cómo gobierne, no es precisamente un ejemplo de catadura moral.
Porque una cosa es considerar que tenemos una cultura, unas raíces, una civilización que defender, y otra cosa es que despreciemos a los seres humanos que la habitan, sean como sean. No creo en el multiculturalismo por una cuestión de esencia y de identidad, y defiendo que cada zona geográfica tiene el derecho y el deber de mantener sus tradiciones culturales y su modus vivendi. Es más, defiendo el orden social y el principio de autoridad en todos los ámbitos de la vida como modo adecuado de convivencia y de domesticación de lo animal en el hombre.  Pero de ahí al desprecio racista, homófobo o clasista hay mucha diferencia.
Los prejuicios son una forma cruel de condena que dejan desvalida y humillada a la persona o personas que los sufren. ¿Cómo se debe sentir alguien de otra raza en medio de las miradas de desdén de los autóctonos? Pongámonos por un momento en su lugar.
Por lo tanto, regulación de la inmigración sí, integración de los inmigrantes en la cultura autóctona también, pero consideración y respeto, por supuesto.
La sociedad tiene derecho a tomar sus decisiones sobre todos los temas que le afectan pero con un profundo respeto por todos los seres humanos que la pueblan. Y tiene derecho a juzgar a quien sea por sus actos, pero nunca por su condición, pues esto, además de profundamente injusto, es desalmado.
Y nada, mientras yo busco información para elegir donde veranearemos este año, es probable que esa madre esté todavía trabajando como una burra, y no para pagarse un billete de avión, sino para que sus hijos coman y puedan tener la suficiente energía para poder crecer en un mundo de desprecio, sin que eso les paralice demasiado su futuro.

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