Nací y vivo en una postal viviente, llena de gente correcta y felizmente adocenada, llamada Barcelona. Ciudad que amo profundamente a pesar de la artificiosidad conceptual a la que ha sido sometida en las últimas décadas por parte de su ayuntamiento. Pero la cuestión no es ésa. Había acabado de cenar con un buen amigo en un restaurante del Poblenou, una de las pocas zonas aún no del todo diseñadas de la ciudad, cuando vimos pasar, serían las doce de la noche, una mujer de origen hindú con sus dos hijos pequeños, una niña y un niño. El niño tendría unos cuatro años y la niña, seis o siete. Madre e hija iban cargadas con bolsas y con cara de fatiga, el niño iba caminando por delante con un rostro no excesivamente alegre. Quien haya leído mis anteriores artículos sabrá que lo “políticamente correcto” me produce urticaria, pero una cosa es la estupidez buenista y otra, el dolor humano. Y el dolor no tiene raza, ni color, ni sexo. El dolor es, por ejemplo, el agotamiento de esa mujer y el de su hija. Supongo que vendría de trabajar y de recoger los críos a la misma hora en la que nosotros nos habíamos acabado de zampar una suculenta cena.
Poniendo los puntos sobre las íes
El dolor de los hombres
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