Entre nosotros, se ha objetivado e institucionalizado socialmente una forma de mirar las cosas que las desfigura de una manera horrible. ¡Nos hemos vuelto incapaces de ver realmente el mundo en su ser auténtico y originario! ¿No es lógico que Occidente, lastrado por una ineptitud tan fundamental, ya no sepa qué debe enseñar a los jóvenes?
En octubre de 1991, Albert Hofmann, el descubridor del LSD, visitó Con el mundo por montera, el programa que por aquel entonces Sánchez Dragó presentaba en Televisión Española. Estaban presentes Antonio Escohotado, Fernando Savater, Luis Racionero y Mario Satz. Y resulta altamente significativo que Dragó se refiriese a Hofmann, hiperbólicamente, como un “nuevo Pitágoras” y alguien semejante a los míticos siete sabios de Grecia. Un elogio estrechamente relacionado con la hipótesis desarrollada por Hoffman acerca del papel de las sustancias enteogénicas en los Misterios de Eleusis.
La hipótesis de Hofmann –posible y verosímil, pero no verificada– afirma que los sacerdotes del santuario de Eleusis pudieron utilizar el cornezuelo de centeno para elaborar una bebida sagrada esencial para el proceso de iniciación. Esa iniciación consistía, básicamente, en una profunda experiencia de muerte y renacimiento. Y ahora, en el siglo XX, Hofmann, al descubrir las virtudes psicotrópicas del ácido lisérgico, hacía posible recorrer de nuevo el antiguo camino de la iniciación eleusina: acceder a una nueva visión de la realidad, perdida dentro de la civilización tecnológica moderna, y aprender a ver el mundo con nuevos ojos.
Evidentemente, la iniciación se cuenta entre los problemas más arduos de resolver para la civilización occidental contemporánea. En las sociedades tradicionales, la iniciación era posible en la medida en que en ellas existía una cadena de maestros y discípulos que transmitían un saber metafísico ancestral: la conversión de René Guenon y Titus Burckhardt al Islam y su pertenencia a comunidades sufíes esotéricas debe entenderse en esta clave. Por su parte, el camino propuesto por Albert Hofmann –una combinación entre recuperación de la sabiduría mítica griega y la experiencia psicotrópica– intenta devolver al hombre moderno la posibilidad de recorrer un sendero que parecía definitivamente vedado en lo que la gnosis considera época terminal del Kali Yuga. Se trata, sin duda, de propuestas que contienen un estimable valor, al intentar establecer una conexión válida con la experiencia ancestral de la condición metafísica del mundo.
Y, sin embargo, resulta obligado someter a una crítica rigurosa estas propuestas. En particular, me parece reveladora la actitud adoptada frente a los enteógenos por Ernst Jünger, amigo personal de Hofmann. Como se sabe, Jünger fue siempre extraordinariamente cauto y reservado respecto a su experiencia con el LSD. Y, en último término, nunca consideró que en esa apertura de las “puertas de la percepción” –recordemos a Huxley– que permitía el ácido lisérgico constituyera la genuina experiencia iniciática que busca un espíritu aristocrático. Y ello en la medida en que la auténtica iniciación no admite atajos y es un acontecimiento que se produce en el espíritu, y no en el universo de las meras experiencias psíquicas. A este respecto, me parece que la postura de un gnóstico como Raymond Abellio denuncia la insuficiencia de los caminos iniciáticos desprovistos del necesario rigor: pues, a la vez que asume el legado de un René Guenon, sostiene que esa herencia extra-occidental debe ser complementada por la decisiva experiencia de la epojé fenomenológica propuesta por Husserl. Éste, en efecto, recupera el mundo de la Tradición de una manera totalmente diferente de la que preconizan los guenonianos. Una manera que pasa por una nueva forma de mirar al mundo, captando la esencia atemporal de las cosas, más allá de su condición meramente material y fenoménica, desmenuzada con tanto ahínco por la ciencia moderna.
Una nueva forma de mirar al mundo... ¿No será precisamente esto lo que hoy necesitamos? Desde la perspectiva de un cristianismo profundamente espiritual, Jacques Maritain insistía en que una época que ha arruinado la antigua sabiduría metafísica de sus antepasados no podrá recuperarla si no reaprende el arte de mirar las cosas. Decía Stefan Zweig que “son muchos los que aman, pero pocos los que saben amar”. Parafraseándolo, podríamos decir que “son muchos los que miran, pero pocos los que saben mirar”.
Todo esto tal vez le suene al lector como una divagación poética con la que, sí, es fácil estar de acuerdo, pero que tiene escasa relación con los agobiantes problemas que hoy nos acucian. Y, sin embargo, estoy convencido de que no es así, y de que lo absolutamente teórico –“saber mirar”– puede ser, a la vez, absolutamente práctico. Porque, en efecto, ¿cuántos de nuestros problemas no proceden, en último término, de una mirada errónea sobre las cosas, que conduce fatalmente a una concepción equivocada de la realidad y a un análisis desenfocado de las múltiples cuestiones a las que hoy tenemos que enfrentarnos?
Un ejemplo concreto. Esta mañana, en clase de Filosofía con 1.º de Bachillerato, he invitado a mis alumnos a mirar por las ventanas del aula y contemplar el paisaje. Básicamente, unos solares llenos de matorrales y margaritas y el cielo poderosamente azul de la costa mediterránea, junto a la Manga del Mar Menor. Les he invitado a abandonarse a mirar el mundo. Y, al hacerlo, he sido dolorosamente consciente de hasta qué punto la crisis del sistema educativo que mis alumnos padecen –reflejo de la crisis general de nuestra cultura– procede de que, entre nosotros, se ha objetivado e institucionalizado socialmente una forma de mirar las cosas que las desfigura de una manera horrible. ¡Nos hemos vuelto incapaces de ver realmente el mundo en su ser auténtico y originario! ¿No es lógico que Occidente, lastrado por una ineptitud tan fundamental, ya no sepa qué debe enseñar a los jóvenes?
La iniciación no es, contra lo que creen los gnósticos, una cuestión que afecta sólo a la mente y al conocimiento: hay también una esencialísima iniciación de la mirada y del corazón. Vivimos hoy en un mundo desquiciado porque miramos a nuestro alrededor, y dentro de nosotros mismos, de una manera apresurada y que no se detiene con la suficiente veneración en el ser de las cosas. ¿Cómo no va a estar enferma una sociedad en la que millones de individuos se afanan persiguiendo deseos banales y no conocen el maravilloso éxtasis de pararse a contemplar un campo de margaritas o el cielo azul y límpido de mayo como quien sabe que está haciendo la cosa más importante del mundo?
Sí, por supuesto: la iniciación aún es posible. Gracias a Dios, todavía existen maestros entre nosotros. Unos maestros que no han de ser –contra un cliché frecuente– gurúes hieráticos y solemnes, sino hombres que aún cultivan el arte de mirar el mundo desde el fondo de su corazón.