Uno de los efectos positivos de la actual crisis financiera mundial ha consistido en suscitar una amplia reflexión colectiva, habitualmente omitida, sobre el dinero y las bases estructurales de nuestro sistema económico. Quisiera aquí aportar algo a tal debate desde el punto de vista filosófico y no propiamente económico.
1. Nuestro actual sistema económico puede compararse con un tren que marcha a velocidad creciente. Al marchar cada vez más rápido, los viajeros —la sociedad occidental contemporánea— se sienten satisfechos de llegar cada vez con más celeridad a su lugar de destino (es decir, tienen la sensación de “ser cada vez más ricos y disfrutar de un mayor bienestar y nivel de vida”). Sin embargo, esa velocidad en continuo incremento (una economía que crece sin cesar) provoca inestabilidad debido a la violenta fricción con las vías y hace más probable un descarrilamiento. De momento, el tren parece funcionar, y cada vez mejor, aunque en algunos vagones (países, sectores sociales) empiezan a notarse las bruscas sacudidas y turbulencias; sin embargo, no es posible detener el tren, ni tampoco moderar su marcha,, ya que fue concebido en tales términos que su única manera de seguir funcionando consiste en ir cada vez más rápido, es decir, en incrementar la probabilidad de un accidente global desastroso, que ya no afecte a tal o cual vagón, sino al conjunto mismo del tren.
2. El actual flujo, caótico y salvaje, del dinero en el mundo financiero internacional está morfológicamente relacionado con la circulación igualmente caótica de signos incoherentes, incomprensibles, engañosos o contradictorios en el mundo de la cultura: desde la filosofía (recordemos el “escándalo Sokal” y su denuncia de la farsa que se desarrolla en el escenario de la filosofía posmoderna, la cual oculta su vaciedad bajo una jerga pretenciosa) hasta el arte contemporáneo, desconectado de la belleza y del sentido, y donde se ha llegado a la aberración de que el arte sea “lo que el supuesto artista diga que es arte” o, simplemente, lo extraño, monstruoso o provocador.
3. Desde hace décadas, el motor de la economía occidental ha estado en un consumo desbocado y en un crédito igualmente excesivo. La idea parece tener su lógica: “Cuanto más bienes quieran adquirir los consumidores, y cuanto más excitemos —por tanto— su insaciable deseo de consumir a través de todo tipo de tácticas y estímulos, mejor irá la economía, ya que las empresas venderán más, se crearán puestos de trabajo, etc., etc.”. Ahora bien: la hipertrofia del consumo debe terminar siendo contraproducente, ya que conlleva la decadencia del otro polo irrenunciable de toda economía: el ahorro y la inversión, es decir, el sacrificio en pos de posibilitar un consumo futuro sustentado sobre bases sólidas. Si el motor de la economía se encuentra en el consumo y el crédito, estamos creando un “sistema económico drogadicto”, necesitado de cantidades cada vez más altas de un dinero “de baja calidad” (el dinero crediticio, dinero fácil y frágil, ya que la capacidad de compra no se basa aquí en un sacrificio ahorrador ya realizado).
4. La irracionalidad general del sistema económico contemporáneo puede compararse con la del conocido hecho de que, desde hace años, los aparatos electrónicos están diseñados para alcanzar una duración limitada, mucho menor que la que ofrecían sus homólogos hasta la década de 1980, cuando todavía estaba vigente la noción de que esos aparatos debían estar hechos para durar, ya que esa durabilidad estaba incluida en la calidad que hacía apetecible su adquisición. La idea parece “lógica” desde el punto de vista económico: “Si hacemos aparatos que duren cinco años, el consumidor deberá reponerlos con más frecuencia, con lo que comprará más que si, por ejemplo, durasen diez, y con lo cual las fábricas venderán más y la economía marchará mejor”. Sin embargo, esa lógica perversa conduce a una espiral que, entre otras cosas, conduce a un despilfarro evidente de los recursos productivos, que no son infinitos.
5. El origen de la crisis financiera mundial en las hipotecas subprime norteamericanas, tal y como la ha explicado, por ejemplo, Leopoldo Abadía, resulta evidente. Sin embargo, culpar genéricamente a “Estados Unidos” o al “capitalismo salvaje estadounidense”, como hace la izquierda europea, resulta miope: los inventores del sistema subprime no hicieron más que aplicar una lógica que, aunque peligrosa e irracional, deriva de las bases mismas de un sistema económico, y también cultural, en el que la sociedad occidental ha participado hasta ahora con notable complacencia. En el fondo, se trataba de hacer “circular signos” —etéreos apuntes contables que, por miles de millones, viajaban de un lado a otro del planeta en cuestión de segundos— en un sistema económico cada vez más opaco y con un soberano desprecio hacia las posibles consecuencias dañinas de esa danza turbulenta de signos. De manera similar, la sociedad occidental hace circular, en el “sistema sexual”, un caos salvaje de imágenes y estímulos eróticos que alimentan fantasmas notablemente peligrosos en la psique de millones de occidentales, y ello con una absoluta indiferencia hacia las consecuencias perniciosas de ese flujo icónico: el caso es seguir rindiendo culto a esa diosa ambigua llamada “libertad”.
6. La actual crisis económica mundial está ligada a esa peculiar irracionalidad que hace que los políticos occidentales, ante la creciente insuficiencia de licenciados de alto nivel en materias científicas (matemáticos, físicos, ingenieros, químicos, etc.), consecuencia de un sistema educativo que ha caído en barrena debido a su desastrosa concepción de base, digan, despreocupados, que “no importa: cuando necesitemos más profesionales de alta cualificación, sólo tenemos que ofrecer unas condiciones más atractivas a los licenciados en las ramas deseadas que actualmente se están preparando en China, la India y otros países emergentes de Asia, América y África”. Es decir: en lugar de afrontar el problema en terreno propio, nos cruzamos de brazos y nos limitamos a “importar capital humano” de otras zonas aún no tan inmersas en la entropía cultural como la nuestra.
7. Subsiguiente idea general: la crisis económica actual sólo constituye la faceta más visible y dramática de otra serie de crisis sectoriales que se vienen desarrollando desde hace décadas y que hasta la fecha no habían parecido especialmente peligrosas porque no habían afectado decisivamente a la producción de bienes y a las relaciones comerciales, único ámbito en el que una sociedad anestesiada es capaz de reaccionar con verdadero miedo. Si hubiéramos afrontado antes esas crisis (en el fondo, de naturaleza espiritual), no nos hallaríamos en el aprieto en el que hoy nos encontramos.
8. Dentro del debate actualmente en curso acerca de la manera de afrontar la crisis económica global, y que enfrenta básicamente a los partidarios de la Escuela Austríaca con los del keynesianismo, mi opinión es que la perspectiva correcta está, en líneas generales, con los primeros. Creo que los análisis de Mises o Hayek son los que mejor pueden ayudarnos a evitar un desastre de proporciones planetarias. La convicción socialdemócrata a favor de Keynes y el Estado se sustenta en un racionalismo excesivamente optimista: sobre la idea de que la razón abstracta e intervencionista, a través de la política monetaria, la inyección de liquidez en un sistema enfermo y otras medidas de estímulo estatal pueden salvarnos del desastre. Sin embargo, los analistas más perspicaces parecen de acuerdo en que tales medidas van a ser absolutamente inútiles (véanse, por ejemplo, los análisis de Santiago Niño Becerra), ya que estamos ante una “crisis sistémica”, y no ante una crisis de mero ajuste o coyuntural.
9. Esta referencia al carácter sistémico de la actual crisis nos plantea el problema de la catalogación “filosófica” de la misma: ¿estamos ante una situación que significará el “fin del capitalismo”, o el fin de Occidente tal y como lo conocemos? Es decir: ¿estamos ante un “fin de ciclo” en el sentido de un René Guènon, o ante una inminente “ruptura del sistema”, en palabras de Alain de Benoist? Sin entrar ahora a fondo en tal cuestión, apuntaré aquí que, en mi opinión, la situación en curso es similar —un reverso necesario— a la de 1989, cuando se produjo la caída del bloque comunista, necesariamente débil por estar sustentado sobre bases falsas. El Occidente actual también tiene pies de barro, en la medida en que sus bases filosóficas (fundamentalmente sofísticas, es decir, nihilistas) son igualmente falsas, aunque más duraderas que las del comunismo por estar ligadas al sistema de mercado (que, éste sí, es ampliamente “verdadero” y funcional, por estar arraigado en el funcionamiento correcto de la realidad).
10. Hablando de “mercado”: me parece una verdad incuestionable que el mercado, fundamentado en la ley de la oferta y la demanda y la libre competencia, es el sistema económico que mejor se adapta a la satisfacción de las necesidades humanas en todos los campos. Sin embargo, lo que hoy tenemos en Occidente no es realmente un mercado sano y libre, sino distorsionado por innumerables intervencionismos anquilosantes por parte de la “razón estatal”, endiosada, borracha de poder y ciega a partir de haberse hecho con el monopolio de la producción de dinero. Por poner un ejemplo perfectamente comprensible: la actual crisis del sistema educativo (que conozco perfectamente por dentro, como profesor) se acabaría de la noche a la mañana si tuviéramos un sistema de libre competencia entre colegios e institutos, cuya captación de alumnos e ingresos dependiera de la excelencia de la formación que ofreciera a los estudiantes ante todo como personas constitutivamente llamadas al universo del espíritu, y también —claro— como base necesaria para una ulterior preparación universitaria o técnico-profesional.
11. La crisis bancaria en curso ha producido el saludable efecto de que nos preguntemos algo que, casi sin excepción, ha quedado hasta ahora en la sombra: qué es realmente el dinero. Tanto Paul Grignon como otros han explicado con notable claridad cómo los bancos que prestan el dinero a los particulares, en realidad “crean” ese dinero como “de la nada”. Es decir: los bancos no tienen el dinero que prestan, sino que lo crean al prestarlo. Si fuéramos conscientes de esto, sabríamos que, en realidad, el dinero no puede existir sin los particulares, por lo que, en realidad, son éstos los que lo crean, al comprometerse a realizar ciertas labores útiles socialmente que corresponderán a la cantidad prestada y “creada”. Los bancos, al ocultar este esencialísimo y singular hecho, afianzan su posición de dominio psicológico y financiero, mienten a su favor y manipulan la realidad. En el fondo, el dinero no es nada en sí mismo, y no puede existir sin el esfuerzo de los hombres, su compromiso y su confianza. Una película tan inmortal como ¡Qué bello es vivir! nos ofrece una lección inolvidable sobre la esencia del dinero: éste, en efecto, no es nada sustantivo, no es un ente con realidad propia, no es un dios ni un ídolo, sino que representa la traducción económica de algo mucho más profundo, real y hermoso: el trabajo y la inteligencia de los hombres, su unión fraternal, su fidelidad recíproca, su colaboración en pos de un florecimiento cada vez más intenso de la realidad en todos sus ámbitos. George Bailey –James Stewart en el film— pierde 8.000 dólares que suponen para su pequeño banco la bancarrota y el desastre; pero un ángel –Clarence— lo salva y le hace ver, en la riada de dólares que le ofrecen a manos llenas su infinidad de amigos al saber que está en apuros, qué es en realidad el dinero: es el signo objetivado del esfuerzo de los hombres y de sus mutuos lazos de unión. La actual idea de que el dinero puede “crearse de la nada” (base filosófica del dinero fiduciario o de curso forzoso producido por los Bancos Centrales) es, económica y metafísicamente hablando, lo más contra natura que pueda imaginarse.
12. Finalmente: el deseo, hoy tan profundamente sentido, de entender cómo funciona nuestro sistema económico y, muy en particular, qué diablos es el dinero (y que ha convertido en inesperados best sellers varios libros divulgativos sobre economía, empezando por La crisis Ninja de Abadía o el Informe Recarte), constituye el símbolo de una necesidad análoga, pero mucho más general, hoy más acuciante que nunca: la necesidad de salir de la caverna platónica, de “despertar” y volver a percibir la verdadera realidad de las cosas (imposible no evocar aquí, por cierto, la aletheia de Heidegger, el célebre des-velamiento del Ser más allá del particularismo y la dimensión técnica y utilitaria de los entes). Lo imprescindible hoy es volver a repensar la realidad toda y reencontrarse con su más pura autenticidad, en el sentido de la fenomenología de Husserl. Inmersos en una matrix dinerocéntrica, objetolátrica y plutocrática, y espoleados por el círculo cerrado del deseo y del consumo (motor inexcusable de un sistema económico y cultural perverso), hemos perdido la capacidad de comprender no ya sólo significado real del dinero, sino el sentido todo de la realidad. Y, por ejemplo, ya no sabemos que, ante la crisis pavorosa que hoy se avecina (con, por cierto, una más que probable caída —de consecuencias globales imprevisibles— del gigante norteamericano ante el derrumbamiento más o menos próximo de los petrodólares, base de la hegemonía del tal gigante); ya no sabemos, digo, que, ante esa crisis planetaria, podremos defendernos más o menos bien en la medida en que hayamos sabido crear comunidades cuyos fuertes lazos de confianza y unión mutua y cuyo capital humano de alta calidad les permitan seguir funcionando incluso ante la eventualidad catastrófica de un hundimiento del sistema financiero planetario: seguir funcionando con confianza en vez de con dinero. ¿Recuerda el lector por qué los espartanos no construían muros de piedra para defender su ciudad? Simplemente… porque los muros más hermosos e indestructibles nacen de la unión entre los hombres y de su valentía.
Hasta aquí las presentes reflexiones, sin duda apresuradas y fragmentarias, y con las que no pretendo sentar ningún tipo de cátedra, sino invitar a los lectores de ElManifesto.com a una reflexión colectiva hoy más necesaria que nunca. En la medida en que también El Manifiesto, como otros foros de todo tipo, está en el deber de aspirar a convertirse de algún modo en esa clase de comunidad que es la mejor defensa (mucho mejor que el río de millones de Obama y el G-20) contra las gigantescas tempestades que hoy nos amenazan.