Aquí, por una vez, se hacen propuestas concretas

Recuperar a los auténticos sabios

No descubro nada si digo que vivimos en una sociedad rendida a un miope utilitarismo y a la idolatría de la rentabilidad inmediata. Los estudios de Humanidades han emprendido la senda de una rápida decadencia: o bien degeneran en una inextricable jungla hermenéutica dominada por los sofistas posmodernos, o bien directamente se suprimen. Los sabios de antaño desaparecen a marchas forzadas, sustituidos por técnicos, especialistas y tecnócratas. Pues bien: lo que hoy no se comprende es que la sociedad del futuro necesita, más que economistas, ingenieros o ejecutivos, y más que expertos en áreas especializadas del saber, recuperar a los auténticos sabios.

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Cuando tenía dieciséis años, cursaba 3.º de BUP y devoraba a Nietzsche y a Schopenhauer, asistí a una conferencia que pronunció un profesor de Filosofía de mi Instituto el día de Santo Tomás de Aquino. Aún retengo perfectamente la escena: el salón de actos lleno de alumnos y aquel profesor disertando sobre cuestiones filosóficas y teológicas. Lógicamente, no recuerdo el contenido de aquella conferencia; pero sí he conservado en mi memoria una idea a la que hizo referencia y que tuvo después para mí una extraordinaria significación: la vinculación etimológica, con la que especulaban ciertas corrientes gnósticas, entre los términos “mater” y “materia”. Recuerdo perfectamente que, en mi confusa mente de adolescente rebelde y ávido lector, aquella misteriosa asociación despertó al momento una serie de fascinantes resonancias. Aquella telúrica conexión etimológica me hizo sentir que allí, subido a la tarima, había alguien que, a partir de entonces, personificó para mí el arquetipo del sabio. 

Sólo yo sé lo benéfica que resultó para mi posterior evolución espiritual la conciencia de que, por encima de la ignorancia característica de nuestra época, existían personas que, como aquel atípico profesor de Filosofía –católico, astrólogo y profundo conocedor de René Guènon–, habían accedido a la auténtica condición de sabios. Me los imaginaba en sus casas llenas de libros, sumergidos en una cálida atmósfera de silencio, estudio y reflexión. Y a partir de ese momento mi turbulenta alma adolescente aspiró a entrar algún día en aquella misma atmósfera. Ciertamente don Emilio –que así se llamaba este profesor– no podía sospechar lo transcendental que, al menos para uno de sus oyentes en aquel día de Santo Tomás, resultó su conferencia.
 
Viene todo esto a cuento porque estoy convencido de que, entre los numerosos cambios que necesita urgentemente nuestra cultura, se encuentra el recuperar el valor de la sabiduría. No descubro nada si digo que vivimos en una sociedad rendida a un miope utilitarismo y a la idolatría de la rentabilidad inmediata. Los estudios de Humanidades han emprendido la senda de una rápida decadencia: o bien degeneran en una inextricable jungla hermenéutica dominada por los sofistas posmodernos, o bien directamente se suprimen. Los sabios de antaño desaparecen a marchas forzadas, sustituidos por técnicos, especialistas y tecnócratas. Pues bien: lo que hoy no se comprende es que la sociedad del futuro necesita, más que economistas, ingenieros o ejecutivos, y más que expertos en áreas especializadas del saber, recuperar a los auténticos sabios.
 
Por supuesto, el relativismo hoy imperante podría objetar a tal afirmación que esos “auténticos sabios” no existen, ya que tampoco existe la “auténtica sabiduría”. Y, sin embargo, un observador tan profundo de la cultura occidental contemporánea como Hermann Hesse terminó reconociendo en su obra cumbre –El juego de los abalorios– que, para regenerar una sociedad enferma, es absolutamente necesario restaurar un orden jerárquico de verdades y una renovada veneración hacia la sabiduría. Bien es cierto que, en la Europa futura que Hesse imagina en su novela, Castalia –la “provincia pedagógica” que custodia el tesoro de la Tradición– se desarrolla en paralelo a la sociedad laica y profana, sin entretejerse orgánicamente con ella ni vivificarla desde dentro de una manera efectiva. Sin embargo, la misma existencia de Castalia testimonia que la sociedad junto a la cual surge como institución valora la misión que desempeña esa comunidad de eruditos. Y, ya por sí solo, ese respeto representa un signo de salud espiritual.
 
¿Habrá resultado profético Hermann Hesse respecto a la restauración de la sabiduría en un mundo dominado hoy por la ley ciega de lo cuantitativo? Sólo el tiempo puede contestar esta pregunta. Ahora bien: lo que sí resulta claro hoy es que necesitamos no ya simplemente eruditos más o menos a la antigua, sino sabios de mirada profunda y panorámica, capaces de realizar un análisis incisivo de los problemas que hoy nos acucian. Necesitamos mentes abiertas, flexibles, anticonvencionales: por ejemplo, como la de aquel don Emilio que, sin saberlo, ayudó decisivamente con su conferencia de Santo Tomás a un adolescente rebelde y desorientado.
 
Dicho en términos clásicos: en esta sociedad de la información que termina siendo una sociedad de la desinformación, del tópico, de la superficialidad y de la ignorancia, necesitamos recuperar la figura del magister artium. Tal figura recibe una gran variedad de denominaciones en diferentes lenguas: master of arts, maestro en Humanidades, doctor en Letras, magister philosophiae. En todos los casos, la idea es la misma: alguien que conoce profundamente una pluralidad de saberes análogos a las siete Artes Liberales de la Edad Media. Y una persona cuyo saber no consiste en simple erudición, sino que se convierte en vida al iluminar la mirada de su espíritu sobre el mundo.
 
¿Qué deberían saber estos magistri artium que propongo? A mi modo de ver, existen unas exigencias irrenunciables: una sólida formación en Filosofía, Historia, Literatura, Mitología, Cosmología, Teología e Historia de las Ciencias, así como en lenguas clásicas y modernas. Además, me parece que sería conveniente que pasaran una larga temporada en universidades extranjeras y que realizasen prolongados viajes de estudios; también, que conociesen el mundo del servicio a los demás y del trabajo manual, según el modelo eterno de los monjes benedictinos (Ora et labora). Y, en fin, deberían tener una aguda conciencia de su misión en el mundo: insertarse en una amplia multiplicidad de instituciones sociales para proyectar en ellas la luz de la sabiduría.
 
En una sociedad que cuenta en su seno con una variedad casi inabarcable de profesiones, puestos de trabajo y funciones sociales, brilla hoy por su ausencia un lugar definido para los magistri artium. Y digo yo lo siguiente: si, por ejemplo, existe tradicionalmente en las embajadas una figura como la del agregado cultural, ¿por qué no crear en cada ayuntamiento al menos un puesto de magister artium? Sinceramente, creo que podría encargarse de una serie de tareas muy útiles: asesorar a la concejalía de cultura, colaborar con la biblioteca municipal, organizar tertulias culturales, impartir seminarios, pronunciar charlas y conferencias, ejercer como tutor de estudios para alumnos especialmente brillantes, colaborar con los Institutos de Bachillerato, asociaciones de vecinos o parroquias, participar en tribunales de oposición, etc. Aparte, por supuesto, del deber general –un placer para el interesado– de seguir leyendo, estudiando y formándose durante toda su vida.
 
Sinceramente, creo que la presencia de al menos un magister artium en cada municipio podría contribuir de manera significativa a cambiar para bien el ambiente cultural que hoy nos rodea. Y, en realidad, no habría por qué limitarlos a los ayuntamientos: podrían estar presentes también, por ejemplo, en las universidades, y asesorar externamente respecto a ciertos temas a las empresas privadas. A raíz del éxito de Lou Marinoff, el asesoramiento filosófico se ha puesto de moda en numerosos países occidentales. ¿No hay aquí un signo indicativo de hacia dónde empiezan a soplar ciertos vientos?
 
En aquel ya lejano día de enero de 1982, un adolescente de alma turbulenta escuchó la conferencia de un verdadero sabio, a quien años después tuvo, además, el privilegio de frecuentar. Una experiencia decisiva que, por desgracia, desconoce la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos.
 

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