Nuestro mundo, y muy particularmente Europa, se está dirigiendo —es bien fácil constatarlo— hacia el mestizaje, la multiculturalidad, la igualdad radical de sexos, el predominio de la razón tecnológica y científica por encima de la moral (cualquiera que sea ésta), la disolución o disminución del peso de las instituciones de contenido arquetípico, como por ejemplo la Iglesia Católica o las monarquías, la desaparición, a nivel colectivo, de cualquier tradición espiritual y la constitución del ecologismo como nueva religión.
Habrá más factores sujetos a cambio o a profunda transformación, como el concepto de familia, los vínculos de pareja, la educación de los hijos o la relación del consumidor con el mercado, probablemente más exigente e informada por parte de los primeros.
La aparición de nuevos fármacos e inventos tecnológicos permitirá a las personas calmar su angustia o vacío existencial de forma artificiosa.
Todo eso y más.
¿Qué sensación le produce, querido lector? ¿Qué aspectos de su ser tiene que abandonar para ser feliz en este nuevo mundo?
Porque si no se plantea nada, si se permite adaptarse a las circunstancias de un modo relajado y fluido, ¿por qué cree que no va a encajar bien en ese futuro cercano que ya está aquí?
Ésta es mi respuesta: porque ese mundo se dirige exclusivamente hacia el intelecto, hacia lo cognitivo, y obvia los otros tres aspectos intrínsecos a la naturaleza humana: lo pulsional-instintivo, lo emocional y lo espiritual; pero sobre todo porque ahoga toda posibilidad de interacción con el mundo de los ancestros y con Dios.
Alguien podría preguntar: ¿por qué lo impide?, ¿quién prohibirá que en el ámbito privado se pueda intentar establecer esa comunicación con la divinidad? La cuestión es que, como individuos, pertenecemos a un colectivo, y nos guste o no, no podemos dejar de ser influidos por él de modo significativo. Si nuestras mentes están permanentemente agitadas; si se dificultan las interacciones estables y duraderas a nivel sentimental, familiar y amistoso; si las posibilidades de acceso a cualquier deseo o capricho inmediato son altas y fáciles; si lo sagrado se convierte en jocoso; si el principio de autoridad se elimina, nadie podrá, por sí mismo, elevar y elaborar determinados aspectos de su ser, y por supuesto será casi inviable el despertar de la esencia divina en ningún ser humano.
Esa maravillosa Europa que viene, que ya está aquí, será la de los frívolos, de los caprichosos, de los adolescentes eternos, de los que sepan usar el marketing social en beneficio propio, de los que no tengan palabra y carezcan de escrúpulos, de los que sepan mantenerse guapos y jóvenes para seguir competitivos en el mercado carnal, de los que se den prioridad, de los egocéntricos, los desestructurados de éxito mediático, los banales, los vulgares, los cocainómanos que saben regularse y de aquellos a quienes no les importe nada más que su propio éxito y placer. A los demás —por aburridos, intensos o afectivos— se nos dejará a un lado, como un vestigio de una época en la que el hombre tuvo la oportunidad de estrechar lazos, de creer en la humanidad.
Vamos hacia eso, hacia la nada diseñada.