En el año 2001, el escritor español Juan Goytisolo vio cumplido uno de sus mayores deseos: que la UNESCO declarase la plaza central de Marrakech “patrimonio oral de la humanidad”. La fascinación que sobre Goytisolo ejerce esta plaza no procede de que posea un entorno arquitectónico monumental, allí inexistente. Su verdadera riqueza reside, para él, en la abigarrada muchedumbre que la llena de la mañana a la noche, entre la que se puede encontrar desde un encantador de serpientes a un narrador de cuentos, pasando por una variada gama de acróbatas y comerciantes. Para el autor de Señas de identidad, residente en la medina de Marrakech y cuyo amor por la cultura árabe es bien conocido, la plaza Djemaa el-Fna no representa un vestigio del pasado, ni una simple atracción turística, sino el anticipo de un deseable futuro: el de un nuevo milenio mestizo. De hecho, Carlos Fuentes, en una conversación mantenida hace años con su amigo Goytisolo, parafraseaba a Malraux para decir que “el nuevo milenio será mestizo o no será”.
Como se echa de ver, los deseos de estos dos ilustres escritores se encuentran en clara consonancia con la propuesta de la Alianza de Civilizaciones lanzada en 2005 por nuestro presidente Zapatero: una idea basada tanto en Roger Garaudy, converso del comunismo al Islam, como en la idealización que la izquierda cultural contemporánea ha efectuado del Paul Bowles residente en Tanger, durante décadas la ciudad más cosmopolita del Magreb. Los socialistas andaluces nostálgicos de un imaginario y paradisíaco Al-Andalus, los que están encantados de que el Albaicín granadino se haya convertido ya, de hecho, en un enclave musulmán dentro de territorio hispánico, piensan algo muy parecido a lo que desearía Juan Goytisolo: no propiamente una islamización religiosa de Europa, pero sí una futura Europa cada vez más mestiza y que, conservando las conquistas filosóficas y sociales de la modernidad, se viera envuelta en esa sugestiva atmósfera cultural “primitiva” y “medieval” que se vive en la plaza central de Marrakech o, también, en el bullicioso Gran Bazar de Estambul. De hecho, los impulsores de la Alianza de Civilizaciones sueñan precisamente con eso: con una combinación entre individualismo occidental y primitivismo árabo-musulmán en la que, por lo demás, el cristianismo ya no tendría lógicamente cabida alguna.
No hace falta ser un sesudo analista, ni un filósofo de altos vuelos, para darse cuenta de que esta propuesta incurre en la más clamorosa ingenuidad: dos formas de visión y de organización del mundo tan antagónicas como la de Occidente y la del Islam, sencillamente no se dejan mezclar. Y, sin embargo, existe un fondo de verdad en la fascinación que Goytisolo y otros muchos sienten por la vitalidad de la vida callejera en las ciudades del Magreb. La bulliciosa frescura que se respira en la plaza central de Marrakech constituye un signo de autenticidad que, con demasiada frecuencia, echamos de menos en las individualistas, anónimas y anómicas metrópolis de Occidente, así como en todas sus ciudades en general. Ahora bien: si es cierto que esa anárquica algarabía de los zocos árabes representa una riqueza cultural que, en gran parte, nosotros hemos perdido —y que deberíamos recuperar—, ya no lo es tanto que tal recuperación deba pasar por un “mestizaje” tal y como lo concibe el señor Goytisolo. Más bien, de lo que se trata es de que los europeos recobremos nuestra propia tradición.
En efecto. Para empezar, resulta que nosotros, aun en esta Europa pusilánime y desfallecida de nuestra época, todavía conservamos restos de ese efervescente estilo de vida que los viajeros occidentales encuentran en Marrakech. Aún no hemos perdido todo nuestro gusto por la fiesta, el virus del repliegue individualista aún no ha conseguido que nos convirtamos del todo en tristes sujetos recluidos en nuestras casas y, lo que es peor, en nosotros mismos (¡y, a pesar de eso, alienados de nuestro propio ser!). Quien conoce los Carnavales de Venecia, o la Oktoberfest de Munich, o los Sanfermines de Pamplona; o, también, quien recorre las calles de Barcelona el día de Sant Jordi, o el casco viejo de Santiago de Compostela un día de verano, o se da una vuelta por la madrileña Plaza del Sol, se da cuenta de que no todo está perdido: todavía conservamos el gusto por la calle, por ese pulular de gentes variopintas por plazas y callejuelas que es un sabrosísimo ingrediente de la alegría de vivir. Y, sin embargo, un observador penetrante advierte también que esa vida callejera, aunque no ha muerto del todo en Europa, atraviesa una profunda crisis. No basta sólo con que “haya gente en la calle”: tiene que haber, además, espíritu. Porque, sin espíritu, el bullicio no es fuente de cultura, sino de embotamiento, de una euforia vacía tras la cual no se esconde ningún universo de significación.
Dentro de la matriz propia de la civilización islámica, la plaza central de Marrakech seguramente conserva, en un estado bastante aceptable, esto que aquí llamamos “espíritu”; pero la cuestión es que a nosotros no nos vale esa matriz. No digo yo que no tenga nada que aportarnos dentro de un saludable intercambio de influencias. Ahora bien: lo que carece de sentido es pretender que la atmósfera referencial de la Europa del futuro podamos “importarla” del mundo árabo-musulmán. Como replicaba Jung a los que proponían retornar a Asia como forma de resolver la crisis espiritual de Occidente, cada cultura tiene que moverse dentro de su propia tradición: ¿no resultaría indigno, además de ridículo e ineficaz, traer de importación un espíritu que nosotros mismos ya no nos creemos capaces de engendrar? Y, por otra parte, sólo quien desconozca la asombrosamente rica tradición occidental puede considerar que debemos viajar al Magreb, o al Sudeste Asiático, o a Oriente Medio, o a donde sea, para reencontrarnos con el misterio del espíritu, centro imprescindible de toda cultura.
En efecto: no hace falta viajar a ningún lado; sólo precisamos retornar a nosotros mismos. El gran error de Occidente desde el siglo XVIII ha consistido en querer crear un nuevo tipo de mundo y de sociedad, olvidando —o incluso censurando— todos los elementos valiosos, pero poco “racionales”, de una tradición que, genéricamente, podemos calificar como “medieval”, y que todavía estaba viva a finales del siglo XVII. No es casualidad que, como se sabe, el Romanticismo valorase en tan alto grado al Medioevo: porque resulta que en la Europa Medieval —véanse, por ejemplo, los penetrantes estudios de Huizinga o de Jacques Le Goff— existió precisamente ese abigarrado y vigoroso espíritu que, dentro de una matriz espiritual diferente, hoy admira Juan Goytisolo en Marrakech. Todavía en la década de 1930, la Gran Feria de Leipzig, celebrada dos veces al año desde el siglo XIV en esta ciudad alemana, simbolizaba una forma de entender el mundo genuinamente europea: a la vez moderna y “medieval”. Como explica Victoria de Grazia en su extraordinario libro El imperio irresistible (Belacqva), los comerciantes estadounidenses que visitaban la feria no entendían ni su espíritu ni su bastante anárquica forma de organización: una organización de estilo medieval, próximo al de la plaza central de Marrakech y ajeno al demonio estandarizador que, procedente de Estados Unidos —¡pero con el que nosotros, los europeos, hemos sido cómplices: nada de antiamericanismos facilones y baratos!—, nos ha colonizado.
Pisando el tantas veces evitado terreno de las ideas concretas, estoy convencido de que las ciudades occidentales deberían proponerse, como una de sus tareas prioritarias, un replanteamiento de la atmósfera que percibe en ellas el visitante. Imaginémonos, por ejemplo, como alcaldes de la ciudad en la que vive el autor de estas líneas —Cartagena—, o bien de cualquier otra; imaginemos también que nuestra perspectiva del mundo desborda esa estrechez de miras que tantas veces constituye el marchamo que identifica a nuestros políticos. ¿Qué quiero para mi ciudad?: ¿simplemente una zona peatonal en el centro, con su correspondiente ristra de Zaras, Massimos Dutti y Cafés di Roma, iguales aquí que en Sebastopol? ¡No! Lo que de verdad quiero es una ciudad con vida y con alma: no con una imitación de la vida, ni con un alma de franquicia ni de guardarropía. Una ciudad con un alma de verdad, con un espíritu propio que, luego, se manifieste en sus calles, en su dinámica, en la vida de sus gentes.
Bien es cierto que el espíritu —un misterio donde los haya— no se puede crear por decreto; pero al menos —por ejemplo, desde un ayuntamiento—, sí se pueden establecer las condiciones apropiadas para que ese espíritu, si surge y en la medida en que surja, pueda florecer. Repito: ¿qué quiero tener en mi ciudad? Seguramente, todos coincidiríamos en una serie de realidades de las que solemos decir que “dan sabor” a las calles de un lugar: cafés con animadas terrazas, acogedores soportales, arcos de piedra, librerías de viejo, artistas callejeros, mercadillos, puestos de libros en la calle, abigarrados tenderetes, etc. Por supuesto, no es que ahora no tengamos nada de esto; pero con demasiada frecuencia percibimos, en medio de un bullicio en principio esperanzador, una secreta falta de espíritu. Y sin espíritu, la genuina alegría se exilia del mundo. Con espíritu, en cambio, empiezan a suceder cosas extraordinarias. Por ejemplo, un torneo de ajedrez en una cafetería, mientras afuera se escucha el alegre ir y venir de los transeúntes; un torneo de ajedrez, además, antes del cual se lee una especie de pregón entre filosófico y burlesco que habría hecho las delicias de Stefan Zweig, y tras la proclamación de cuyo campeón, y en desagravio de Dionisos, se celebra una fiesta llena de música, baile y cerveza. O, también por ejemplo, que, en las calles de la ciudad, grupos de ciudadanos, llegadas las fechas navideñas y con un absoluto desparpajo, se reúnan ante un círculo de velas encendidas sobre el suelo y entonen un villancico, o un canto litúrgico maronita, para después —¡qué bello es mezclar cosas, y qué triste es la uniformidad!— pasar a una melodía de acentos celtas: como habría podido suceder en el Innisfree de El hombre tranquilo que nos mostró John Ford. Pero, por desgracia, hoy es muy difícil, casi un milagro, que algo así ocurra entre nosotros.
No, señor Goytisolo: no se trata de crear una Europa mestiza, ni de convertirla en un gran Marrakech —y que conste aquí mi franca simpatía por la Plaza Central que usted tanto ama. Se trata, sencillamente, de que Europa se atreva a ser ella misma.