Otro tema a debate. Esta vez sobre el "invento del Maligno"
¿Cómo puedo pretender que, desde nuestra óptica, tenga sentido modificar la televisión? ¿No es hoy la culpable de infinitos males? Marshall McLuhan lamentaba hace décadas la sustitución de la Galaxia Gutenberg por la Galaxia Marconi. Más recientemente, Giovanni Sartori culpaba a la televisión de crear un nuevo homo videns, desastrosa involución respecto al homo sapiens. Según Sartori, el hombre occidental se sumerge, vía televisiva, en la oscura caverna platónica de la ignorancia, abandonando el mundo superior de la inteligencia y del concepto. Y si esto es así, ¿por qué proponer un nuevo tipo de televisión, y no, más bien, la desaparición del maldito invento televisivo?
Personalmente, mi ideal consiste en un uso limitado de la televisión y en crear pequeños ambientes comunitarios –la familia, el grupo de amigos– que se fabrican de manera autónoma su propio ocio: por ejemplo, reuniéndose a ver y comentar una película, a charlar y debatir o a jugar juegos de mesa. Sin embargo, no comparto la postura de los puritanos de la cultura que, por principio y sin matices, abominan de la televisión. Incluso me parece un poco ridícula la insistencia con la que esos puritanos, ante las personas a las que quieren causar una buena impresión, se apresuran a informar de que ellos “no ven la televisión”. A este respecto, me sitúo más bien del lado de un Umberto Eco, quien, formado en los moldes de la alta cultura académica, no se cree en la obligación de fulminar anatemas apriorísticos ni contra el actual universo televisivo en general, ni contra sus símbolos más execrados en calidad de supuesta telebasura, como puede ser, por ejemplo, Gran Hermano. Por supuesto, ya puede imaginarse el lector que Gran Hermano no es mi programa televisivo favorito; pero me parece sano –además de divertido– escandalizar a los bienpensantes de la cultura admitiendo que uno ve –al menos de vez en cuando– en Telecinco a Mercedes Milá y su troupe de concursantes y contertulios. A este respecto, me suscribo a la naturalidad anti-intelectualoide de un Carlos Herrera o un Fernando Savater.
En el limitado espacio del presente artículo no pretendo elaborar un matizado ensayo acerca de la televisión y sus efectos. Voy a limitarme a bosquejar lo que considero la “otra televisión” que me parece posible y deseable. Y adoptando una perspectiva pragmática y posibilista, renuncio al maximalismo que me conduciría –dadas mis inclinaciones personales– a una especie de “televisión metafísica”, así como a considerar la opción, también atractiva, de mandar la televisión a paseo y dedicarse a emplear nuestro tiempo en actividades más interesantes. Dado que la televisión parece haber venido a la cultura occidental para quedarse, y dado también que no se adivina en el horizonte su eventual crepúsculo –aunque sí su transformación, obligada por la actual competencia de Internet–; dado todo esto, digo, propongo una televisión pública que, dividida en dos cadenas nacionales –como sucede en el caso de España–, cumpla realmente su función de servicio público, relativice las tiránicas exigencias del share y los criterios cortoplacistas de rentabilidad y se plantee la presencia en su parrilla de una serie de contenidos objetivos entre los que podrían figurar, entre otros muchos, los siguientes:
1. Un programa semanal de teatro como el antiguo Estudio 1, desgraciadamente desaparecido entre nosotros desde hace décadas.
2. Un programa semanal de cine como el antiguo Cineclub, en el que ver, por ejemplo, las películas de Bergman, Truffaut o Eric Rohmer.
3. Una película clásica los sábados por la noche, como se hizo durante décadas en Sábado Cine: de manera que, como sucedía hasta la década de de los ochenta, se puedan ver allí films como La gata sobre el tejado de zinc, El apartamento, El graduado o Manhattan.
4. Un programa semanal de aventuras y exploraciones, como ha sido durante años Al filo de lo imposible, o es ahora, en otro estilo, el espacio de la Cuatro Desafío extremo.
5. Un espacio para documentales de calidad, como Documentos TV.
6. Un programa sobre libros como fue en su día Todo está en los libros, de Sánchez Dragó, o, más recientemente, Negro sobre blanco (aunque en otro horario, claro). Pero no, por favor, como el bastante plúmbeo Estravagario, de Javier Rioyo.
7. Un programa semanal de videoclips clásicos (existen cientos de verdaderas maravillas, sobre todo de la década de los noventa).
8. Un espacio semanal de entrevistas a personajes relevantes del mundo de la cultura (pero con un entrevistador mejor que Baltasar Magro).
9. Una tertulia sobre temas culturales, filosóficos y esotéricos, como fue en su día Con el mundo por montera, de Dragó.
10. Un programa de actualidad social como el aclamado Callejeros, de la Cuatro.
11. Una programación infantil y juvenil digna por las tardes, hoy colonizadas por la voraz plaga del cotilleo. En mi época, veía en ese horario Vicky el Vikingo o Mundo submarino, del comandante Cousteau.
12. Un programa semanal parecido a ¡Qué grande es el cine!, de Garci.
13. Por supuesto, también el urgente retorno de un programa como La Clave, de Balbín.
14. Un programa serio sobre temas esotéricos, como fue en su día el de Fernando Jiménez del Oso.
15. La recuperación de los ciclos de cine (por directores, actores, temáticas, etc.), hoy prácticamente abandonados, pero habituales, según recuerdo, hasta la década de los ochenta.
16. Un programa semanal de divulgación científica, en el que cabrían series como la mítica Cosmos, de Carl Sagan, y tantas otras producciones de calidad hoy existentes en el mercado audiovisual.
17. Una película de aventuras los sábados por la tarde, como las que se emitieron durante años en Sesión de tarde. Allí vi en su momento las películas de Tarzán, de piratas y del Oeste que pertenecen a los recuerdos más felices de mi infancia.
18. Un espacio semanal de juicios, como fue Veredicto, presentado en su momento por Ana Rosa Quintana.
Podría añadir otras muchas ideas a este listado que acabo de elaborar. Y, contra lo que tal vez pueda parecer, no propugno una especie de televisión masivamente cultural y educativa, poco sugestiva para el grueso de la población. Manteniéndome en los márgenes del pragmático posibilismo al que me comprometía a ceñirme párrafos atrás, pienso en una televisión pública en la que, junto a contenidos como los que acabo de consignar en los anteriores apartados, existan también espacios de variedades, un Cine de barrio para jubilados, series americanas para adolescentes o espacios sobre bricolaje, cocina, cotilleo –sí, también–; series de humor, telefilmes, películas de simple entretenimiento, talk shows y realities. No pretendo caer en el puritanismo cultural que antes he criticado: en la televisión, como en la vida, tiene que haber una mezcla de todo, con programas de más calidad y de menos calidad, dirigidos a destinatarios diferentes en cada caso. El problema no es que la televisión actual emita bastantes programas de baja calidad. El verdadero problema es que, junto a ellos, no existe un suficiente número de programas de calidad y temáticamente variados que compensen de alguna manera los efectos negativos de sus hermanos menos dignos.
Como ve el lector, he dejado fuera del presente artículo la perspectiva genuinamente filosófica: no me planteo, por ejemplo, la esencial exigencia de que la televisión se entienda a sí misma como una realidad orgánica, en la que todos sus elementos están interrelacionados y para diseñar razonablemente la cual hace falta una visión panorámica y un proyecto serio de conjunto (por cierto: ¿qué cabezas de chorlito deciden los contenidos de la televisión actual?). Sin embargo, estoy convencido de que una televisión como la que propongo surtiría, incluso ya a corto plazo, unos notables efectos positivos en el conjunto del cuerpo social.
Aunque, por supuesto, tendríamos que preguntarnos si esta televisión que imagino es posible hoy. Tal vez lo era aún en 1995; pero, hoy, tal vez ya no. Cada época tiene su espíritu. Y también, claro, la televisión que se merece.