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Eluana Englaro lleva 17 años sin espíritu y sin vida

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 Cojamos el toro por los cuernos, dejémonos de demagogias y de azuzar el sentimentalismo de la gente: nadie pretende dar muerte a Eluana Englaro, la muchacha italiana cuyo cuerpo, previa sentencia del Tribunal Supremo, ya ha empezado a dejar de ser artificialmente alimentado. Nadie pretende acabar con su vida… por una sencilla razón: su existencia de ser humano acabó un desventurado día de hace diecisiete años.

Ocurrió, no obstante, que su cuerpo le jugó aquel día una mala pasada: ¡siguió funcionando! Salvo un solo órgano, que desde entonces está irremediablemente muerto: la corteza cerebral. Y basta que el córtex deje de funcionar para que se acabe todo. Todo lo esencial: el pensamiento, los sentimientos, la inteligencia, la voz, la palabra, la imaginación, la memoria, la conciencia… El espíritu, el alma, en suma.
¿O acaso no es esto, amigos cristianos, lo esencial? ¿No es acaso el espíritu lo que hace que un ser humano exista o deje de existir como tal? Y si el espíritu desaparece, como irremediablemente desapareció de Eluana Englaro hace diecisiete años, ¿qué sentido tiene, ya me diréis, empecinarse en que sigan funcionando unos órganos, unas vísceras… que ya no conforman ningún ser, que ya sólo son meros órganos y vísceras? Sólo eso: pura materia, por más que el ser humano al que daban sentido siga manteniendo su apariencia corporal: esa apariencia aterradora, insoportable, para quienes en su vida amaron a tal persona.
Es curioso, pero en todos estos asuntos relacionados con “la vida”, lo que está en juego… no es en realidad la vida: esa fuerza a la que Nietzsche daba su clamoroso “¡Sí!”, esa fuerza esplendorosa a veces, desdichada otras; egregia, intensa siempre —y que perece cuando el espíritu deja de alentar en ella (ya sea metafóricamente, como en el caso de la “muerte del espíritu” que combate nuestro Manifiesto; ya sea efectivamente, como en el caso de Eluana Englaro).
Es curioso, casi incomprensible, ese empeño en defender la vida orgánica, la pura materia, por parte de los más acendrados defensores del espíritu y de la espiritualidad; por parte de quienes, desde otro punto de vista, no dejan de estar —y es afortunado compartir trinchera con ellos— en las primeras filas del combate contra el materialismo que nos asfixia.
El problema —he ahí lo grave— es que semejante actitud no sólo es incomprensible: ejerce, sbre todo, devastadores efectos sobre el combate al que nuestro mundo se enfrenta —o al que algún día acabará enfrentándose.
—Oiga, oiga. Hay un problemita en su planteamiento.
—¿Cuál, Padre?
—Que las vías del Señor son impenetrables, y el milagro puede producirse. Como se produjo, hará unos dos años, en el caso de Jan Grzebski, aquel polaco que llevaba diecinueve años en coma y de repente resucitó, encontrándose con la sorpresa de que, mientras tanto, el comunismo había desaparecido y él se mareaba al ver la cantidad de productos que había en los supermercados. ¿No se acuerda?
—Claro que me acuerdo. Incluso le dediqué un artículo, pero no sobre el asunto que ahora nos ocupa, sino sobre el “mareo capitalista” que sufrió el hombre cuando…
—¡No se escabulla, que lo tengo bien pillado! ¿Tiene algo que argüir?
—Mucho, Padre. Primero: poco le duró la dicha al pobre polaco, pues fallecía año y pico después de su resurrección. Segundo: ignoramos en qué estado se encontraba y cuáles eran sus secuelas —parece que graves, vista su pronta muerte a los 66 años.
—Nada de esto justifica…
—De acuerdo, lo esencial es el tercer punto: estamos ante el único caso conocido de alguien que vuelve a la vida después de haber quedado durante tantísimos años convertido en un vegetal. Bien, no se sabe por qué el Altísimo sólo se ha apiadado del polaco y no de los demás, pero dejémoslo estar: no quisiera enojarle con mis reflexiones al respecto. En cualquier caso, es evidente que la probabilidad de que ocurra semejante milagro es infinitamente remota.
—¡Basta que exista una sola probabilidad, así sea sobre millones, para que…!
—Pues mire, no. No me basta. Aunque alguien me asegurara que, en un caso parecido, existiría una probabilidad razonable de que servidor resucitara al cabo de veinte años…, saliendo con no se sabe qué secuelas y acabando por fallecer poco después, le aseguro que no lo dudaría un solo instante.
—¿No dudaría en hacer qué?
—En desear ardientemente que mis familiares tomaran la decisión adoptada por el padre de Eluana. Me resulta insoportable pensar que, convertido en mera cosa, mi vida vegetativa pudiera estar ofendiendo durante tantos años a la vida: a la real, a la única, a la que es unión de cuerpo y espíritu. Ah, y también me niego rotundamente a otra cosa: a dejar desquiciada la vida de los míos.
—¿Desquiciada por qué?
—Por la esperpéntica presencia a su alrededor de un cadáver de hecho. Y un cadáver que requiere, encima, abundantes y constantes cuidados.
En cualquier caso, para que ello no pueda ocurrir, corro ahora mismo a firmar mi “Testamento vital”. No fuera caso que cuando venga la Parca a visitarme, se le ocurra a mi cuerpo jugarme la mala pasada que le jugó a la pobre Eluana.
—De todos modos su argumentación se hunde ante un pequeño detallín que olvida: el alma es inmortal, y cualquiera que sea el estado del cuerpo de esta pobre chica, seguirá su alma existiendo por los siglos de los siglos. Incluso cuando esté muerto y enterrado su cuerpo.
—Esto es lo que usted cree. Yo pienso todo lo contrario. Es más: me aterra la mera idea de una “vida eterna” reducida a ser puro espíritu, pura “sombra” (como se lamentaba Aquiles ante Ulises), simple espíritu desprovisto de cuerpo, de sensibilidad, de emoción, de riesgo, de sensualidad… Respeto desde luego su opinión, al igual que usted (espero) respeta hoy la mía, pero ahí, amigo mío, se acaba toda discusión. Usted cree en la inmortalidad del alma. Yo no. Punto. No lleve, por favor, la discusión a este terreno, porque aquí no hay nada más que decir.
—Mucho me  temo que no podré darle la absolución.

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