Los telediarios de los últimos días nos informan de que el caso de Eluana Englaro divide a Italia. ¿Debe continuar viviendo, o bien hay que desconectarle la sonda nasogástrica por la que recibe el alimento que la mantiene con vida? El Tribunal Supremo italiano ha autorizado la desconexión —una forma de eutanasia, sin lugar a dudas—, mientras que el gobierno de Berlusconi agota todos sus recursos legales para impedirla. Por su parte, el Vaticano se ha pronunciado claramente a favor de que a Eluana se la permita vivir.
Las personas que yacen en la cama de un hospital durante años, por ejemplo tras sufrir un accidente de tráfico —como es el caso de Eluana—, y llevan una vida meramente vegetativa, plantean un dilema ético difícil de resolver. Me parece que, en estos casos, lo primero es examinar con sumo cuidado todas las circunstancias que concurren en la situación de cada una de ellas, y sólo después, y tras una detenida reflexión, atreverse a emitir un juicio. Ahora bien: creo que también es posible ofrecer algunos principios generales.
Ante todo, se impone distinguir el tipo de cuidados que precisan las personas de las que hablamos. Las hay que, aparte de ser alimentadas e hidratadas, requieren una serie de medios tecnológicos para mantenerse con vida artificialmente. Es decir: tales personas no podrían vivir por sí mismas, y tampoco con el simple añadido de la administración de ciertos fármacos. Lo que precisan es un verdadero arsenal —variable en su amplitud— de maquinaria médica que realice las funciones vitales que su cuerpo ya no puede desempeñar. En tal situación, sí que se puede hablar de que se está manteniendo la vida más allá de las posibilidades físicas del organismo, que, por sus propias fuerzas, es incapaz de conservar la vida. Si se dan estas circunstancias, y descartada toda posibilidad razonable de recuperación, me parece que lo más lógico es dejar que la naturaleza siga su curso. Simplemente, a esa persona le ha llegado la hora de morir. Como nos llegará a todos.
Ahora bien: puede ocurrir también —y es el caso de Eluana— que el sujeto, aunque se encuentre en estado vegetativo, se mantenga con vida por sus propios medios biológicos, sin necesitar esos aparatos médicos a los que antes me refería. Lo único que le resulta imprescindible en tal caso es ser alimentado e hidratado, amén de recibir otros cuidados de rigor (higiene, aseo, etc.). Y si lo único que necesita es esto, entonces tiene todo el derecho a vivir. No se le causa ningún mal manteniéndolo con vida gracias a la simple alimentación, ni se le inflige ningún dolor. Es, simplemente, un miembro más de la gran familia humana, que está entre nosotros en unas circunstancias peculiares. Cuidarlo nos supone un coste, pero también nos humaniza. Y esa humanización compensa con creces el esfuerzo y el gasto económico que pueda suponer.
Retirar la alimentación y la hidratación a Eluana Englaro es dejarla morir de inanición, por simple falta de alimento. Moralmente, esto me parece inadmisible. Eluana todavía tiene un papel que cumplir en este mundo: con su fragilidad y su total dependencia de nosotros, nos hace más humanos. En realidad, es lo mismo que ocurre, por ejemplo, con los enfermos de Alzheimer: según la óptica “progresista”, también de ellos podría decirse que “ya no llevan una vida digna” y, desde luego, suponen esfuerzo y gasto económico para la sociedad que los mantiene. ¿Deberíamos, entonces, dejarlos morir de hambre, o bien administrarles una inyección piadosa? Una lógica rabiosamente pragmática y deshumanizada nos llevaría a tal conclusión. Es lo que, en su momento, hicieron los nazis.
Eluana Englaro debe vivir… porque la necesitamos entre nosotros. Para que, con su fragilidad, nos recuerde la nuestra. Para que, cuidando de ella, nos acordemos de cuidarnos los unos a los otros. Dejarla morir —aparte de una injusticia— sería un síntoma de que nos disponemos a tratarnos entre nosotros con la misma inhumanidad.