Aunque ya no creamos en los marcianos y situemos a nuestros hipotéticos hermanos extraterrestres en lejanas galaxias, imagine el lector por un momento que un sabio filósofo marciano viene hoy a la Tierra para estudiar a sus habitantes y la cultura que han creado. De incógnito, disfrazado como uno de nosotros, se pasea durante años por nuestras ciudades, anotando concienzudamente mil detalles que lo dejan perplejo. ¿Qué reflexiones cree usted que haría nuestro marciano en su particular diario de viaje? Le invito a que eche una ojeada a algunas de sus páginas, que —sigamos imaginando todos— me ha sido autorizado transcribir:
«Ando días dándole vueltas a una idea que, cuanto más la considero, más me reafirma en la convicción de que los terrícolas han construido una civilización absurda y que no puede sino degenerar en una terrible barbarie. Resulta que, visitando lo que llaman los “países de la civilización occidental”, uno advierte que están repletos de instituciones sociales y culturales de todo tipo que, según se supone, reportan un considerable bien a la sociedad: periódicos, bibliotecas, colegios, institutos, escuelas deportivas, asociaciones, exposiciones, museos, parlamentos, universidades, hospitales, patronatos, fundaciones, conservatorios, orquestas etc. Como digo, todos los países occidentales presentan una exuberante variedad de tales instituciones, que estructuran la sociedad, agrupan a las personas y constituyen un importantísimo foco de cultura y de convivencia. Y, sin embargo, y a pesar de esas innumerables fuentes de orden —o de supuesto orden—, la entropía crece por doquier y la sociedad occidental se sume en un caos cada vez más espantoso.
»¿Por qué sucede esto? Después de largas jornadas de observación, me he dado cuenta de una sorprendente carencia de las instituciones culturales existentes en el Occidente terrícola contemporáneo (empezando por la más esencial de todas: la familia). Me refiero a que todas esas potenciales fuentes de orden y cultura sólo cumplirían realmente su función si, en ellas, se verificase un principio metafísico hoy normalmente ausente dentro la civilización occidental, y que siempre se ha considerado básico en las venerables escuelas marcianas de filosofía: el principio del círculo cerrado, según el cual cualquier institución humana —en mi planeta tendría que decir “marciana”— sólo puede crear auténtica cultura cuando se cierra, como un círculo, en torno a un centro sagrado donde late el corazón mismo de lo real. Y ello de tal manera que cualquier elemento que surja dentro de ese círculo se encuentre unido, como por un hilo invisible, con ese núcleo irradiante del ser sin el cual la vida se convierte en un paraje desasosegante e inhóspito, cuando no directamente en un oscuro caos.
»Según mis estudios de Historia terrestre, fue ese modelo —un círculo cerrado en torno a un centro inmóvil— el que animó, por ejemplo, a las logias de las canterías medievales, aquellas galerías o pórticos donde los maestros constructores de catedrales adiestraban a sus jóvenes aprendices no sólo en el arte de labrar con pericia un bloque de piedra, sino también en la sabiduría de los símbolos, en los arcanos de la religión y en la práctica de la humildad, esa esencial virtud sin la cual todo lo demás bien poco vale. Se aunaba así el trabajo manual con el espiritual y con el arte de domeñar las pasiones —no la pasión en singular, sin la cual no puede surgir nada grande y hermoso.
»Pues bien, trasladándonos a la época actual, sostengo que si una familia, una institución educativa, un día festivo, un coro, un parlamento nacional o un simple club de ajedrez no aspiran a convertirse en un círculo cerrado —un hogar— en torno a un centro sagrado, entonces nunca podrán ser una fuente de vida y de cultura, sino, en último término, sólo de barbarie. Una barbarie tanto más insidiosa cuanto más se halle revestida de una apariencia de civilización que dificulta el diagnóstico de la enfermedad y su posterior tratamiento. Ya se sabe que la mentira se hace más difícil de combatir cuando se presenta hábilmente mezclada con cierta dosis de verdad.
»La auténtica cultura sólo nace cuando el ser humano se inserta en un conjunto polifónico y orgánico de “círculos cerrados”, según la metáfora que aquí vengo utilizando. En cambio, si, irresponsables, dejamos el círculo sin cerrar, entonces la sustancia y la vida se escapan de él como la sangre que mana de una herida abierta. Los eruditos marcianos somos dolorosamente conscientes de hasta qué punto la ruina de una civilización se gesta en la degeneración cancerosa que corroe esos círculos sagrados en los que antaño los hombres se reunían a vivir. Es lo que ocurrió hace milenios en nuestra querida patria de Marte, y lo que hoy amenaza con suceder en este hermoso planeta hermano que es la Tierra.
»Termino ya mis reflexiones de hoy, absorto en las cuales me voy adentrando en la madrugada terráquea. Mañana emprendo un viaje que, por cierto, y según me han informado mis superiores, ha de conducirme a un extraño país en el que, desde hace algún tiempo, vienen ocurriendo toda suerte de cosas absurdas y disparatadas, motivo de honda preocupación para el Consejo Rector del Orden Cósmico. Su nombre es España. Al parecer, ningún otro lugar me resultará más instructivo para contemplar los desvaríos y la desvergüenza de los hombres.»
Anotaciones de Iacobus, filósofo marciano comisionado en misión especial