Del oro de Moscú y del pastel de Tula

Vuelve por fin a España el oro de Moscú. Y aquí se explica en manos de quien está.

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Una de las reacciones más habituales del público lector, cuando lee algo que no le gusta, es atribuir al que escribe ese artículo o ensayo la categoría de “vendido”, “comprado”, “alquilado” o “mercenario”. En el caso de un profesional de la prensa es inevitable: pertenece a una empresa que defiende unos intereses y no va a morder la mano que le da de comer. Pero luego estamos otra clase de personajes, los excéntricos que escribimos por amor a nuestro dudoso arte, o por indignación, o porque creemos en algo y nos molestamos en abandonar ocios y lecturas para defender, atacar o incluso describir a algún acontecimiento o personaje. Es decir, no vivimos de una empresa, tenemos una vida más o menos independiente, estable y dedicada a asuntos poco periodísticos; nos gusta la paz del gabinete de estudio, las lecturas clásicas y escribimos porque no nos podemos callar. Y de alguna forma tenemos que dar la nota discordante, aunque seamos la voz que clama (y desafina) jeremiadas en el desierto.

Desde que este que suscribe se puso del lado de Rusia en la guerra de liberación del Donbass, no le han faltado los insultos ni tampoco los elogios; agradezco la simpatía de los segundos y hasta admito los primeros siempre que demuestren ingenio: insultar bien es un arte. Cuando uno sale a la palestra pública, debe asumir que le pongan como no digan dueñas y que la gente comente chismes, maledicencias, insidias y comadreos sobre quien, imprudente, manifiesta en El Manifiesto opiniones un tantico subidas de tono, heréticas, subversivas y a la vez reaccionarias. Mea culpa. En fin, que cuando uno se mete a predicar como un profeta desarmado es normal que acabe hecho un Ecce Homo.

En estos últimos meses han sido tantas las acusaciones de vendido y de agente moscovita que empiezo a pensar si tienen algo de cierto y no sólo se trata del proverbial cree el ladrón que todos son de su condición, que es la respuesta que surge de mi mente en estos casos. Mis colaboraciones en El Manifiesto son gratuitas, el único precio que he puesto por ellas es la amistad de su director, quien, a su vez, me obsequia con unas elegantes cenas en la inmejorable y distinguida compañía de su esposa. Esto, evidentemente, no tiene precio, porque son tales experiencias las que uno siempre recuerda en el lado brillante de la vida, pero no se materializan en contantes, sonantes y argentinas peluconas virreinales de Carlos III. Ni falta que hace.

Lamento comunicárselo a mis lectores: no soy un agente

Lamento comunicárselo a mis lectores: no soy un agente; sé que eso desluce mi leyenda y me convierte en una especie de chiflado que va hablando solo por el metro, en un predicador sin fieles, en un tribuno sin plebe…, pero así es la triste realidad. Cualquiera que me haya leído desde que empecé a perpetrar mis estragos literarios, allá por 2017, sabrá que siempre he sido un impenitente rusófilo, un acendrado eslavista y un admirador de Putin, de la cultura rusa y del cristianismo ortodoxo, crímenes todos de los que me confieso culpable y por los que estoy dispuesto a ser fusilado, lapidado, decapitado y descuartizado si hace falta. Busque el inteligente lector los artículos de los últimos cinco años al pie de este escrito; algunos, para mayor escarnio, fueron redactados en la Tercera Roma, muy cerquita del Kremlin, a no mucha distancia de la Lubianka. Con todos sus errores, sus excesos y sus defectos, muestran el mismo espíritu de lo que escribo desde el 24 de febrero. A Vladímir Vladímirovich no le hace falta gastar una kopeika en este apacible y bibliófilo cosaco. Al revés, si necesita algo de dinero para tanques, yo le puedo dar un poco de calderilla, un modesto óbolo que contribuya a la victoria de sus armas.

[Dicho lo cual, si Vladímir Vladímirovich o alguno de los rusófilos amables lectores de este periódico tuvieran a bien acordarse de las necesidades materiales del mismo, siempre sería altamente encomiable y de un profundo agradecer. N. de la Red.]

Pero mis censores me han hecho dudar. Lo cierto es que no he recibido un solo rublo del Gosbank, ni siquiera me han premiado con una foto dedicada de Chernienko. ¿Hay alguien que está desviando mi condotta de mercenario de la pluma? Reviso la trama de mis contactos, inspecciono los nombres de mi agenda, rebusco en mis itinerarios: sólo hay un sospechoso.

¿Y si Portella se ha quedado con el oro que Moscú envía a un impecune y desprevenido Sertorio?

¿Y si Portella, ladino él, se ha quedado con el oro que Moscú envía a un impecune y desprevenido Sertorio? ¿Y si disfruta de las felinas mujeres que el Kremlin había reservado para mí? ¿Ha desviado mi director de su destino el caviar, el vodka starka y hasta los pasteles de Tula[1] que los servicios secretos rusos me remitieron? Da igual. La amistad está por encima de esas minucias. Todo se lo puede quedar, menos los libros firmados por Dugin y el difunto Limónov.

[Habrá que ver, habrá que ver... Intenta uno disimular lanzando descarados llamamientos a la generosidad... ya de los lectores, ya del oro de Moscú, pero de nada sirve cuando la sagacidad del gacetillero es tal que le lleva a tan alevosos y pérfidos derroteros. N. de la Red.]

[1] Típicos pasteles, muy apreciados en Rusia, hechos con miel, mermelada y bonitos grabados en su superficie (N. de la Red.)

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