El pasado 8 de abril, un misil estalló en la estación de tren de Kramatorsk (Ucrania), provocando en un principio 27 muertos; el 10 de abril la cifra alcanzaba los 50. El misil era un Tochka U (“Punto U”) . De inmediato, toda la prensa occidental acusó a los rusos del hecho. Moscú contestó que en ese día su ejército no había abierto fuego sobre Kramatorsk y que los misiles tácticos Tochka U no los utiliza su artillería, que emplea los más modernos Iskander; el misil Tochka U es un arma de los arsenales bielorruso y ucraniano; el régimen de Zelenskii disponía en este mes de febrero de 20 sistemas de este tipo con dos lanzaderas cada uno. El alcance de este misil es de 120 kilómetros, por lo tanto es imposible que fuera lanzado por los bielorrusos. La supremacía aérea y artillera de Rusia, además, ha destruido el 90% de estos sistemas desplegados por el gobierno de Kíev. La carga de racimo del misil de Kramatorsk tiene los mismos componentes que la del Tochka U con el que los ucranianos bombardearon a los civiles de Donetsk, masacrados el día 14 de marzo (17 muertos y 36 heridos). Como cualquier otro producto industrial, las armas tienen su número de serie y se controla quién es su usuario: la serie es la SH915 y el misil de Kramatorsk es el ejemplar: 9M79-SH91579. Esta serie se ha usado por Ucrania desde 2015 en los bombardeos de Alchevsk (SH91565) y Logvinovo (SH91566, SH915527 y SH915328), por ejemplo. En la actual campaña del Donbás (Donbass) han vuelto a ser disparados sobre Berdyansk (SH915611) y Melitópol (SH915516). Los cálculos sobre la trayectoria del misil demuestran que salió de la localidad de Dobropolye, a 45 kilómetros de Kramatorsk y bajo control de las fuerzas ucranianas. La prensa occidental, por supuesto, sacó las fotos más efectistas y se olvidó de la verdad, tan incómoda. La prueba decisiva para los cráneos privilegiados del periodismo fue la inscripción en ruso que se leía en el fuselaje del misil: Za dietey (“para los niños”). La historia perfecta para mandar a Madrid, a Berlín, a Nueva York. Olvidan que el ruso es la lengua habitual del 84% de la población de Ucrania, donde sólo habla el ucraniano una minoría. Ni siquiera el presidente se expresa bien en el idioma oficial: allí cualquiera puede escribir en ruso un texto tan sencillo. La frase de Randolph Hearst que sirvió para desencadenar la guerra del 98 —“You furnish the pictures and I furnish the war”— continúa siendo el método del discurso atlantista. Y funciona, sin duda.
Hemos visto muchas fotos y ninguna verdad
Hemos visto muchas fotos y ninguna verdad. Cuando Putin calificó a Occidente como el imperio de las mentiras, no profirió ningún insulto: se limitó a describir.
Algún ingenuo preguntará por qué los ucranianos iban a disparar sobre su propia gente. La pregunta está mal concebida. El ejército de Zelenskii defiende sus fronteras, pero no su país. En el Donbás, los partidos llamados prorrusos alcanzaban el 90 % de los votos en el óblast de Lugansk y del 85% en el de Donetsk. En Mariúpol, por ejemplo, en 2014, los prorrusos representaban el 81% de los votos. Kramatorsk fue uno de los centros de acción más destacados de los llamados separatistas hasta su ocupación por el ejército de Kíev, igual que Mariúpol y Járkov. La propaganda ucraniana de los últimos años rebosa de odio hacia todo lo ruso, que es lo que son desde el siglo XVIII los habitantes de la antigua Nueva Rusia. No creo que haga falta recordar el discurso del presidente Petro Poroshenko, en el que les decía a los rebeldes del Donbás que mientras los niños de Ucrania van a la escuela, los de los rusos irán a los refugios. La limpieza étnica que se produciría en caso de victoria ucraniana afectaría a dos millones de personas, dato que los defensores occidentales de determinados derechos humanos parecen obviar. Es decir, los ucranianos disparan muy gustosos sobre los civiles rusos porque su gobierno les incita a hacerlo. Andrei Mélnik, embajador de Ucrania en Berlín, fue muy claro: “Todos los rusos son nuestros enemigos”. Si la propaganda de Putin usara los mensajes de la ucraniana, las redes arderían con justificadas condenas por incitación al odio, pero ya sabemos que los guardianes de la corrección política consideran muy recomendable y merecido el genocidio de la población rusa. Por eso, al gobierno de Zelenskii no le importa nada disparar sobre una gente que no es “suya” y que, en caso de vencer Ucrania, será expulsada de su tierra sin contemplaciones y sin condenas de los que ostentan el monopolio del humanitarismo.
¿Podemos, pues, decir que la prensa occidental no es cómplice de la masacre de Kramatorsk? Al publicar semejantes relatos, animan al gobierno ucraniano a repetir la experiencia a un nivel aún mayor. Cuando los ucranianos bombardearon a civiles en Donetsk, La Stampa tituló los hechos como “La carnicería” (La carneficina), pero los situó en Kíev. Otros medios, más discretos, apuntaban a un cruce de acusaciones. Nadie a lo que era obvio. Zelenskii tiene licencia para matar. Haga lo que haga, la prensa “libre” cerrará los ojos.
Las matanzas de Bucha
¿Y qué decir de Bucha? Los rusos piden una investigación en la ONU y los británicos la bloquean dos veces. El caso es que los rusos se marcharon de Bucha el 30 de marzo y el día 31 apareció Anatolii Fyodoruk, su alcalde, todo sonriente mientras anunciaba que la ciudad estaba libre de tropas enemigas. Esto en una ciudad que debía de estar sembrada de cadáveres en las calles, como se vio en los vídeos de la propaganda ucraniana. Entre el 1 y el 2 de abril, el fotógrafo Konstantín Liberov se paseó por Bucha haciendo su trabajo y no sacó ni una sola foto de matanzas en masa. Bucha no es Ciudad de México ni Pekín, sino una pequeña villa de 28.000 habitantes. El 2 de abril hay imágenes de la policía ucraniana entrando en la ciudad y sólo se encuentra el cadáver de un soldado ruso. Es tras cuatro días cuando estalla el escándalo. Pero hay algo raro; un detalle en el que la prensa europea no cae: muchas de las víctimas llevan un brazalete blanco que identifica a las tropas rusas y a los civiles partidarios de Rusia o no hostiles hacia ella. Entre los cadáveres también se encuentran paquetes de ayuda humanitaria rusa, de la que los soldados moscovitas repartieron 479 toneladas, cumpliendo con las órdenes del ministerio de Defensa números 208/2/167, 210/2/172, 212/2/173 y 207/2/175 de 25 de febrero de 2022, que les instan a comportarse siguiendo los preceptos de la Convención de Ginebra y a dar trato humanitario a los civiles y prisioneros, así como a respetar los símbolos religiosos y culturales de Ucrania. Sin embargo, el gobierno Kíev, tras el repliegue ordenado de las fuerzas de Putin, llamó a limpiar el país de elementos prorrusos en las zonas “liberadas”. ¿Fue una carnicería de unas tropas veteranas pero indisciplinadas, o “limpió” alguien de colaboracionistas Bucha y de paso sacó una buena tajada propagandística?
Recordemos que Ucrania está llena de rusos y Rusia de ucranianos; el brutal odio fratricida entre estos dos pueblos era impensable hace veinte años. Zelenskii es un histrión que sabe manejar las emociones de un público primario, víctima de la corrupción salvaje de su casta política y de la pésima gestión de sus administradores (ya veremos qué pasa con los millones que se envían a Kíev: lo mismo que sucedió con los que se mandaron a Saigón en los años sesenta). Fuera de Ucrania, su retablo de las maravillas sólo se sostiene porque nadie se atreve a ver con sus propios ojos. Hasta se permite boicotear y chantajear a empresas españolas ante el servil aplauso de toda “nuestra” clase política, que ha hecho del saltimbanqui de Kíev su héroe. En España, más de un siglo después del Maine y de las campañas de Hearst, ejercemos de patéticos mirones de la pornografía del horror anglosajona, mientras servimos como aliado de medio pelo a unas potencias que arman a Marruecos y mantienen una colonia en nuestro territorio. ¿Cómo nos va a respetar ni siquiera un Zelenskii?
Pruebas gráficas
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