"Diálogo de civilizaciones", "alianza de civilizaciones", "mestizaje", "multiculturalismo": he aquí algunos de los conceptos que actualmente provocan un más apasionado debate en los grandes foros de reflexión europeos. El pensamiento políticamente correcto sueña con una Europa cosmopolita, una sociedad abierta donde tengan cabida todas las diferencias culturales, en una alegre mescolanza presidida por el sacrosanto principio de la tolerancia. Sin embargo, el desasosiego se hace cada vez más patente: por ejemplo, en un Amsterdam con un 20% de extranjeros y donde la minoría musulmana reclama la licitud de vestir públicamente el burka. Aunque, como sabemos, Holanda ya despertó de su sueño multiculturalista desde el asesinato de Theo van Gogh.
“Diálogo de civilizaciones”, “alianza de civilizaciones”, “mestizaje”, “multiculturalismo”: he aquí algunos de los conceptos que actualmente provocan un más apasionado debate en los grandes foros de reflexión europeos. El pensamiento políticamente correcto sueña con una Europa cosmopolita, una sociedad abierta donde tengan cabida todas las diferencias culturales, en una alegre mescolanza presidida por el sacrosanto principio de la tolerancia. Sin embargo, el desasosiego se hace cada vez más patente: por ejemplo, en un Amsterdam con un 20% de extranjeros y donde la minoría musulmana reclama la licitud de vestir públicamente el burka. Aunque, como sabemos, Holanda ya despertó de su sueño multiculturalista desde el asesinato de Theo van Gogh.
Europa, entre el multiculturalismo y la identidad
Aun así, el multiculturalismo sigue contando con numerosos y ardientes defensores entre la intelectualidad europea de izquierdas. Y ello, por cierto, en nombre de la propia Ilustración y de la tradición cultural heredada del siglo XVIII. Voltaire y Montesquieu propugnaban una “república cosmopolita europea” bajo el signo de la tolerancia religiosa y la diversidad cultural. Y, en nuestros días, intelectuales como Julia Kristeva se reconocen deudores de ese sueño, en el que, además, dicen percibir el único futuro posible para Europa: frente a los tribalismos nacionalistas, frente a lo que consideran indeseables neoidentitarismos —aún balbucientes— de los Estados—Nación, frente a la uniformización globalizadora, proponen la solución de un cosmopolitismo que, en el caso de Kristeva, tiene mucho que ver con su condición de búlgara trasplantada al solar cultural francés. Pues, ¿acaso existe una propuesta mejor que esa abigarrada variedad de influencias y filiaciones que todos asociamos sin dificultad con el término “europeo”? ¿Quién no desearía respirar la atmósfera de libertad propia de una civilización cosmopolita, apasionantemente laberíntica, liberada de rígidos exclusivismos identitarios?
Sin embargo, este atractivo cosmopolitismo esconde en su interior un arduo problema histórico—metafísico. Y ello en la medida en que —oh, paradoja— sólo podría desarrollarse de una manera vigorosa y creativa en una civilización europea que poseyera una fuerte conciencia identitaria propia. Desprovisto de este esencial centro —uno de los “fuegos sagrados” a los que me refería en la entrega anterior de la presente serie—, el cosmopolitismo degenera en simple multiculturalismo entrópico: una mera yuxtaposición inorgánica de grupos sociales y culturales que no se encuentran integrados por ninguna gran idea unificadora. Bien es cierto que esta situación no le parece peligrosa en absoluto a la izquierda multiculturalista, encantada entre nosotros —por ejemplo— de que el Albaicín granadino se esté convirtiendo, de facto, en un enclave musulmán en suelo español. Ahora bien: ese iluso optimismo, base de la Alianza de Civilizaciones de Zapatero, es desmentido día tras día en una Europa que, culturalmente, no sabe qué hacer con la inmigración porque es ella misma la que ya no sabe quién es.
Saber quiénes somos…: en verdad, ¡gran problema para los europeos de hoy! Porque, ¿no consiste hoy nuestra más esencial identidad en carecer de toda identidad, en ser maleables, nómadas, huidizos, fragmentarios? Afectada del síndrome del archipiélago, Europa siente pavor ante el abismo de la identidad, del espíritu, del “yo”. Decir “yo”, ¿acaso no se ha convertido en un tabú desde Foucault? Pues bien: este principio antropológico se ha trasladado desde hace tiempo al ámbito político. En éste, negar el “yo” es negar la historia, la tradición, la misión, la conciencia de poseer un rostro. Y una Europa sin rostro, sin centro, no puede sino implosionar bajo la presión de los dispares elementos que pretende incorporar a su carnavalesco supermercado cultural, donde —como en el arte contemporáneo más nihilista— todo vale porque, en realidad, ya nada vale. Cuando leemos que un grupo inversor de los Emiratos Árabes ha comprado un edificio emblemático en el corazón de Londres, todos sabemos que no se trata sólo de una espectacular operación inmobiliaria, sino de un acto simbólico de largo alcance.
Decíamos en entregas anteriores que, pese a todos estos síntomas de crisis, Europa esconde la clave de la civilización cosmopolita del futuro. Sin embargo, ello sólo podrá suceder en la medida en que Europa sea fiel a la complejidad del espíritu euiropeo y se atreva a convertirse en la casa espiritual común de la humanidad, en el "centro del hogar del mundo", según el símbolo que ya hemos utilizado en estas páginas. Si tenemos el arrojo suficiente para afrontar tamaña empresa, entonces el problema cultural planteado por la inmigración y el multiculturalismo dejará de presentársenos como una irresoluble aporía.
Ahora bien: para no quedarnos —como sucede tantas veces— en el nivel de las ideas generales y dar, como hemos prometido, alguna indicación concreta sobre el rumbo espiritual y los rasgos definitorios de la Europa cosmopolita del futuro, me parece conveniente ofrecer, en rápida síntesis, una serie de intuiciones que exigirían, sin duda, prolijas matizaciones, pero que aquí se proponen al lector a modo de invitación a un debate que considero imprescindible.
Algunas reflexiones e intuiciones sobre la Europa del futuro
1.- La inmigración actual no encuentra en las sociedades europeas ninguna forma cultural definida, ninguna morphé clara y dominante a la que incorporarse. Hace décadas, los inmigrantes que llegaban a Europa deseaban —en general— integrarse y asimilar las formas de vida y los valores entonces vigentes. Hoy, en cambio, lo que se reclama es el derecho a preservar la identidad propia, dentro de una sociedad occidental que proclama su absoluto respeto a todas las minorías.
2.- En un Occidente culturalmente amorfo, la coincidencia de diferentes de culturas dentro del mismo ámbito geográfico es saludado por la izquierda como oportunidad para un mestizaje enriquecedor. Sin embargo, lo que se produce en realidad es una especie de yuxtaposición de grupos sociales y culturales que, en lo sustancial, se mantienen separados entre sí. Y debe entenderse que el problema no es la inmigración en sí misma ni su falta de voluntad de integrarse, sino esa yuxtaposición que constituye una característica general de nuestra época. En efecto: actualmente, la cultura occidental se limita a yuxtaponer elementos heterogéneos que no pueden integrarse en un conjunto orgánico, sencillamente, porque la esencia de nuestra cultura consiste en la dispersión absoluta, en la acumulación cuantitativa de unos elementos que, siendo en sí mismos potencialmente valiosos, sin embargo, al no ser insertados en ningún conjunto ordenado y definido, terminan contribuyendo a un caos cada vez más general.
3.- Esa falta de estructura, orden y sentido se manifiesta por doquier: desde luego, en el concreto ámbito de la inmigración; pero también en el universo televisivo, en el sistema educativo, en las relaciones afectivas, en los mercados financieros, etc. Nuestro problema no es, por tanto, tal o cual aspecto más o menos problemático de la cultura contemporánea, sino la esencia misma de ésta, que se identifica con el mito del caos y la dispersión, de ese impulso centrífugo que hemos confundido con la auténtica libertad.La revolución cultural del futuro habrá de consistir en una nueva forma de organicismo en la que, en medio del desierto deshumanizado en el que hemos convertido nuestro mundo, los hombres volvamos a encender por doquier pequeños fuegos —hogares— en torno a los cuales aprender de nuevo a vivir.
4.- Como consecuencia de esta revolución, se producirá el inesperado efecto de dar paso a una sociedad mucho más variada, compleja y “frondosa” que la actual. Con frecuencia, oímos que la sociedad contemporánea es “muy compleja”, más que en épocas anteriores. En realidad, es más confusa, más caótica, y también cada vez más estandarizada. En el futuro deberemos crear una tupida red de relaciones orgánicas que multiplicarán la complejidad real de un mundo que hoy, en su inextricable mezcla de elementos discordantes, resulta, simplemente, cada vez más inhóspito e incomprensible.
5.- La novela de Hermann Hesse El juego de los abalorios contiene numerosas claves de esa Europa del futuro que aquí vislumbramos. La primariedad de la cultura —simbolizada por Castalia, provincia pedagógica de la obra— es una de ellas. De hecho, una vez más se puede decir que “nuestro futuro está en nuestro pasado”: muchos indicios útiles que nos pueden ayudar a marcar el rumbo futuro de Europa se encuentran objetivados en las grandes creaciones culturales del espíritu europeo. A este respecto, el conjunto de la obra de Hermann Hesse me parece de importancia fundamental.
6.- En El juego de los abalorios asistimos al delicadísimo trabajo de acercamiento entre el monasterio benedictino de Marienfels y la Orden Castalia. Bajo el encargo de los superiores de la Orden, Joseph Knecht se desplaza a Marienfels y entabla unos entrañables lazos de amistad espiritual con el Pater Iacobus, historiador y erudito benedictino. De la misma manera, el acercamiento cordial entre cultura y religión, en torno al fuego sagrado del espíritu, y al servicio del bien de los hombres, representa uno de los grandes desafíos del futuro.
7.- Este “bien de los hombres” se puede expresar mediante el símbolo de un gran árbol centenario: bien arraigado en la tierra —la historia, la identidad, la comunidad, la tradición, el espíritu— y con un follaje frondoso —la poliédrica variedad del universo humano y sus múltiples rumbos y caminos—. Al decir que debemos convertir Europa en un hogar, estamos diciendo también que debemos transformarla en un árbol frondoso cuya fresca sombra nos invite a la meditación, al juego, a la fiesta y al encuentro entre unos hombres y otros. Imaginemos un gran árbol —por ejemplo, el Yggdrasil, árbol cósmico de la tradición celta— creciendo sobre el mapa de Europa y con sus ramas abarcando esos extremos geográficos a los que me refería en un texto anterior: Dubrovnik, Cornualles, Escocia, Riga… Y a nosotros, la hermandad de los europeos, entregados bajo él a mil sugestivas aventuras del espíritu, dentro del luminoso e inagotable océano del bien. He aquí una buena imagen del futuro que el autor de estas líneas imagina para Europa.
8.- ¿Es posible dar algunas indicaciones realmente concretas sobre cómo podría ser esta “Europa bajo el árbol cósmico del espíritu” que aquí estamos vislumbrando? Lo veremos en el próximo y último artículo.