EN BUSCA DE UN NUEVO MITO (III)

Con esta tercera entrega proseguimos la publicación del artículo "En busca de un nuevo mito" de Antonio Martínez. En él se efectúa una síntesis de los grandes retos a los que está enfrentada nuestra civilización y cuya resolución sólo puede pasar por el establecimiento, a partir de Occidente, de un nuevo mito en el que se aglutine y exprese todo el sentido del mundo.

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Los cuatro pilares del nuevo mito planetario

 
1.- Recuperación de la noción metafísica de centro: al menos desde el siglo XVII, Occidente ha desterrado la tradicional noción del axis mundi o “centro del mundo”. Ese centro es el “fuego sagrado” de tantas tradiciones milenarias: la sede secreta del espíritu, el anima mundi, la fuente de vida en torno a la cual –como los caminantes que, llegados a la posada, se sientan al amor de la lumbre, frente a la chimenea– se ha construido, desde la noche de los tiempos, la civilización humana. El fuego sagrado convierte el mundo en un hogar; cuando se extingue, sólo cabe ya el destierro, el exilio y el vagabundeo existencial. Pues bien: es esta realidad simbólica –el centro sagrado del mund– la que hoy más nos urge recuperar.
 
2.- Inversión de la tendencia centrífuga de la civilización moderna: ésta, en efecto, se ha construido a sí misma como “reino de la periferia”. Habiendo huido del centro espiritual en torno al cual se articulan todas las civilizaciones de tipo tradicional, Occidente se ha dispersado en todas direcciones, explorando y explotando ad infinitum la materialidad del mundo, pero olvidándose de la esencia oculta de las cosas, de su significación más radical. Hoy no se trataría tanto de renegar de los logros alcanzados en esa empresa puramente cuantitativa, como de integrarlos en una nueva “marcha hacia el interior”, en una anábasis a lo largo de la cual se redescubrieran las múltiples regiones invisibles del ser que rodean al misterioso “fuego sagrado” que arde en su más íntimo santuario. Por supuesto, no hace falta explicar que esta anábasis aquí propugnada implicaría una metamorfosis radical en nuestra comprensión del mundo y de la vida humana, el arte, la cultura, la política etc. 
 
3.- Cosmopolitismo universal: como acertadamente señaló Spengler, el pathos cosmopolita corresponde a la edad invernal, alejandrina del devenir biológico de una civilización. Cuando una cultura ya no cree en sí misma, desea que se le practique una transfusión de savia nueva, a base de sangre fresca procedente de los pueblos bárbaros. Y, sin embargo, el cosmopolitismo por el que se aboga no está relacionado con esa fatiga de vivir que aqueja a los pueblos demasiado viejos. Se trataría, más bien, de que Occidente redescubra, dentro de sí mismo, una nueva juventud, una exuberancia vital y espiritual dentro de la cual caben (y no de un modo meramente ecléctico) todas las aportaciones culturales valiosas realizadas por los distintos pueblos de la Tierra. Actualmente, la cultura occidental asimila –fagocita– y consume, incorporándolos a su particular “supermercado”, elementos culturales procedentes de todos los rincones del globo; pero esos elementos vienen muertos, desvitalizados, desnaturalizados, desprovistos de su más profunda significación. El nuevo cosmopolitismo que se propugna consistiría, por el contrario, en la integración de tales elementos en una cultura de nuevo cuño, “trans-occidental” o “meta-occidental”.  
 
4.- Multidimensionalidad: la revolución que supondría el mito organicista que defiende el autor de estas líneas debería moverse a una gran variedad de niveles: se trataría de crear una “atmósfera hogareña”, una constelación de elementos orgánicamente interrelacionados, en los múltiples ámbitos de la experiencia individual y colectiva. El mundo actual, víctima de las dinámicas individualistas que han producido la atomización del cosmos cultural, ya no está compuesto de “hogares”, de una infinita variedad de fuegos sagrados que, actuando como centros articuladores, proporcionaban estructura, cohesión y calidez a un universo social impregnado de misterio en todos sus intersticios. El gran desafío del futuro consiste en restablecer el símbolo del hogar, la familia y el organismo como modelos rectores de una nueva cultura en la que lo individual conserva una legítima autonomía dentro de una armoniosa integración en el conjunto orgánico colectivo. Y esa recuperación del hogar –aunque no se propugna aquí ninguna “vuelta al pasado” en sentido estricto– debería entenderse como un principio de aplicación universal. Toda realidad bien concebida ha de ser, en algún sentido, “un hogar”: un libro, una editorial, un parlamento, una familia, un ayuntamiento, un instituto, una orquesta, unas fiestas patronales, un programa de estudios, un vecindario, una ciudad, una nación. La transformación paulatina de nuestra sociedad, individualista y dispersiva, en un conjunto orgánico de hogares y familias en torno al fuego sagrado del espíritu representa, sin duda, la mayor aventura de nuestra época.
 
Hacia un nuevo ecumenismo: recuperar el hogar
 
En realidad, como se ve, con todo lo anterior lo que se hace es abogar a favor de una nueva ecúmene, de una nueva reunión de los hombres sobre la Tierra, para convertirla –por amor al espíritu, a la belleza y al simple y maravilloso ser del mundo– en un hogar para todos los seres humanos. El ecumenismo de las iglesias cristianas, que aspira a la unión de católicos, protestantes y ortodoxos, puede servirnos como símbolo de ese ecumenismo universal hoy más necesario que nunca, dentro de un mundo desgarrado por conflictos de una violencia creciente.
 
En el primer artículo de esta serie decía que, a falta de otro gran relato estructurador, y por defecto, el mundo aplica hoy la morphé supletoria de la lucha neodarwinista por la supremacía internacional y el control estratégico de los recursos. Y, al fin al cabo, ¿las cosas no terminan siendo siempre así? ¿Acaso hay una lógica que pueda imponerse a la razón de Estado al servicio de los arcana imperii o intereses supremos, y a menudo inconfesables, de la nación? ¿No nos demuestra, por ejemplo, la existencia de la Red Echelon que el mundo internacional se estructura a base de afinidades raciales, ctónicas, que unen a los países, bajo las corteses sonrisas de la superficie, mediante atávicos lazos de sangre?
 
Por supuesto, puede que las cosas sean así hasta cierto punto, e incluso en gran medida. Y, sin embargo…, sin embargo, estoy convencido de que las fuerzas que impulsan el devenir del mundo son mucho menos deterministas de lo que estamos acostumbrados a creer. Imaginamos a los jerarcas y potentados del club Bilderberg o análogo cenáculo sinárquico provistos de un programa minuciosamente diseñado, al servicio de los grandes intereses transnacionales y hegemónicos. Ahora bien: solemos pasar por alto que los bilderbergers o trilateralistas de turno, o los dirigentes del G-8, o los políticos del mundo en general, se encuentran afectados de una incertidumbre mítica similar a la que hoy observamos por doquier. Engolfados en el cortoplacismo de los intereses particulares, también ellos necesitan un “gran relato” sugestivo, un programa de acción capaz de hacer converger el esfuerzo de los espíritus, de otro modo condenados a la actuación anárquica y cacofónica.
 
A mi modo de ver, ese gran relato del que hablo podría –debería– girar, primordialmente, en torno a la idea de hogar. Convertir el mundo –desde los ámbitos más próximos y cotidianos hasta los más universales– en un hogar acogedor, en un lugar cálido y misterioso donde vivir, y desde el cual proyectarse hacia las más grandiosas aventuras del espíritu, parece una idea en la que, en principio, un gran número de personas de diferentes tendencias ideológicas podrían coincidir. Luchemos, pues, contra todo lo que signifique alejamiento entre los seres humanos, enclaustramiento solipsista, explotación mecánica del mundo, narcisismo autorreferente, voluntad tiránica de dominio, idolatría antropocéntrica. Trabajemos, en cambio, por un mundo lleno de chimeneas donde arde la leña, donde se cuentan historias, se baila, se canta, se recuerda, se medita, se perdona, se piensa en la muerte y se celebra la vida.
 
¿Acudirá Europa a su cita con la Historia?
 
Hasta aquí la poesía, raíz del mundo; a partir de aquí, las aplicaciones concretas. Y, en el nivel político de aplicación, debemos referirnos al esencial papel de Europa dentro de la construcción de la nueva civilización organicista y cosmopolita del futuro. Recordará el lector la admiración que despertaba hace unos años el proceso de construcción europea, antes de que los referendos francés y holandés –¡bravo, compatriotas!– tumbaran el entusiasmo estúpido y engreído de Bruselas. No sólo los países de Europa del Este, sino los del Magreb y el Cáucaso reclamaban ingresar en el club europeo. ¿Únicamente para arribar a esa ínsula de estabilidad y prosperidad que se extiende desde Gibraltar hasta los fiordos noruegos? No sólo por eso. Tampoco Turquía quiere ingresar en la Unión Europea exclusivamente por razones de índole económica. Existen motivos de orden simbólico y cultural. Y ello porque Europa es percibida –y pese a la pusilanimidad y el nihilismo que tan bien conocemos– como un espacio de cultura abigarrada, de incomparable complejidad histórica y donde la religión, la espiritualidad, el derecho, la cultura, el arte y la ciencia se han desarrollado históricamente con un dinamismo incomparable. Es en esa “casa común” donde quieren ingresar pueblos que no pertenecen sino muy limitadamente a nuestra tradición, pero que, de algún modo, nos ven como su futuro y su destino.
 
El problema, claro está, reside en que nosotros mismos, los europeos, ya no creemos en nuestra propia tradición. ¿Un patriotismo europeo? Flagrante contradictio in terminis. En unas páginas memorables, Karl Jaspers relacionaba la geografía europea, de grandes contrastes, llena de cabos, golfos, penínsulas, cadenas montañosas y otros accidentes de parecido tenor, con la idiosincrasia del alma europea: problemática, compleja, matizada, individualizada, dinámica, inquieta, flexible. Esta alma es nuestro mayor patrimonio, pero hoy corre un serio peligro de extinción. Ahora bien: precisamente porque nuestra alma es así, y porque ha recibido tantas y tan variadas influencias históricas, espirituales y culturales, está preparada para actuar como crisol, hogar y “casa común” para todos los pueblos de la Tierra.
 
La pequeña Europa, la princesa fenicia raptada por Zeus bajo la forma de un toro y transportada a Creta, la que se yergue en el Partenón y se arrodilla en Montecassino, esconde la clave de la transformación del mundo. La buena disposición de rusos, chinos y árabes para abandonar el dogma del petrodólar –base de la hegemonía estadounidense– y emigrar al euro como divisa del comercio petrolífero esconde también, más allá de las motivaciones económicas, una clara dimensión simbólica. Europa es un microcosmos donde se epitoma el mundo: desde Cornualles hasta Dubrovnik, desde Nápoles hasta Riga, desde Santorín hasta las Highlands escocesas, la geografía europea –trasunto físico de nuestra cultura–, Europa acoge todas las contradicciones del espíritu. Las demás culturas han elegido una veta del espíritu humano y la han recorrido a fondo. Nosotros, más osados o más imprudentes, nos hemos aventurado en todas.
 
Europa, atanor de la alquimia mundial, oye sonar hoy su hora decisiva. Sus políticos, timoratos, se esconden. No quieren oír hablar de metafísica, de historia, de tradición, de comunidad, de ideales, de himnos, de héroes, de patrias. No es ciertamente esa Europa la que puede actuar como catalizador de un proceso que hoy, aún balbuciente, pugna por eclosionar y ponerse en marcha. ¿Una Europa cosmopolita, centro de un mundo igualmente cosmopolita, y donde todos los elementos transportados hasta nosotros por el aluvión de los siglos, lejos de recluirse en estériles museos, se aprovechan para construir una nueva y original civilización del espíritu? Pero, ¿aún corre por nuestras venas suficiente hombría para eso?
 
En cualquier caso, ¿qué apariencia tendría esa civilización? ¿Es posible dar alguna indicación mínimamente concreta sobre ella? Y, por otra parte, ¿no resulta algo ingenuo soñar aún con un mestizaje de las culturas que no se coloque bajo el funesto patrocinio del relativismo? ¿Es posible, en fin, un auténtico “diálogo de civilizaciones” que traspase la retórica, más bien inútil, de los foros internacionales que todos conocemos?
 
Al examen de estas cruciales cuestiones dedicaremos la cuarta y última entrega de las presentes reflexiones.

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