¿Hasta qué punto es posible encontrar un nuevo mito para una época caracterizada por la incertidumbre y por una creciente confusión? En la primera parte de las presentes reflexiones, he dibujado, a grandes rasgos, las principales interpretaciones teóricas sobre la situación histórica existente, dentro del mundo internacional, a principios del siglo XXI. A continuación, someto a la consideración del lector algunas ideas sobre la posibilidad, naturaleza y alcance de un nuevo gran mito para nuestro tiempo.
¿Hasta qué punto es posible encontrar un nuevo mito para una época caracterizada por la incertidumbre y por una creciente confusión? En la primera parte de las presentes reflexiones, he dibujado, a grandes rasgos, las principales interpretaciones teóricas sobre la situación histórica existente, dentro del mundo internacional, a principios del siglo XXI. A continuación, someto a la consideración del lector algunas ideas sobre la posibilidad, naturaleza y alcance de un nuevo gran mito para nuestro tiempo.
Y no se trata, por cierto, de elaborar irrealizables proyectos de gabinete, a los que tan aficionados han sido los profesionales de la lucubración de todas las épocas. Más bien, lo que propongo es examinar los signos de la evolución histórica de nuestro tiempo, porque el nuevo gran mito del futuro, en cierto sentido, ya está en periodo de gestación. No constituye, pues, una creación ex novo a partir de ciertos presupuestos filosóficos, sino un “gran relato” que sintoniza con las principales tendencias culturales e históricas del momento presente. De tal modo que la construcción de este nuevo mito exige un trabajo teórico que se conjuga, sin embargo, con un sustrato preexistente y con las aspiraciones inconscientes de toda una civilización.
El crucial papel de Occidente
En primer lugar, nos arriesgamos a aventurar que el gran mito planetario del siglo XXI deberá surgir de las entrañas del propio Occidente y, más en concreto, de ese “continente espiritual” –mucho más que físico– que es Europa. A pesar de la fundada condena en bloque que lanzara Guenon contra la civilización tecno-científica moderna, creo más bien –coincidiendo aquí con Raymond Abellio– que Occidente, a pesar de su evidente idolatría cuantitativista, constituye un polo legítimo, y seguramente necesario, dentro de la evolución general de la humanidad.
Occidente representa el lugar histórico de la máxima diferenciación y subjetivización de la conciencia, así como de su más paroxística liberación respecto a toda metafísica objetivista y a todo conjunto de reglas culturales de cuño tradicional. En este sentido, resulta perfectamente comprensible la fascinación que, también hoy en día, ejerce la cultura occidental sobre los pueblos extra-occidentales. Los jóvenes iraníes, africanos, chinos y árabes sueñan con respirar los aires de libertad que circulan por las calles comerciales de Barcelona, Londres o Berlín. Shangai, gran megalópolis de la China contemporánea, nos recuerda la grandiosidad del skyline neoyorquino. Y la Coca-Cola se impone en todo el mundo no sólo gracias a una formidable maquinaria publicitaria, sino a que constituye el símbolo más universal de una civilización que ha explorado, como ninguna otra, la seductora epidermis del mundo.
Siendo todo esto así, el autor de estas líneas considera que el mito planetario del siglo XXI sólo puede surgir a partir del humus de la civilización occidental. Rusia puede reclamar su protagonismo histórico como Tercera Roma y heredera de Bizancio en el ámbito cultural eslavo. China, la India y los tigres asiáticos pueden convertirse en gigantes económicos mundiales. Lo mismo cabe decir de Brasil. En cuanto a los países musulmanes, pueden seguir ganando importancia dentro del escenario internacional, si bien el retorno del Califato y la consiguiente unificación política de la Umma no parecen, hoy por hoy, una posibilidad real. Ahora bien: en cualquier caso, ninguna civilización extra-occidental está en condiciones de ofrecer un modelo cultural y antropológico tan atractivo como el del mundo occidental. ¿A quién le resulta realmente seductora una hipotética islamización, eslavización o asiatización del mundo?
Occidente, entre Eros y Thanatos
“Pero, por favor, seamos serios” –se objetará–. “¿Cómo puede resultar atractivo un Occidente mercantilista, materialista, consumista y groseramente hedonista, entregado al loco giro de un carrusel desbocado que amenaza con saltar definitivamente de su eje? ¿No nos asfixiamos en el reino sin norma del relativismo, el narcisismo y el escepticismo, en el reino de un individualismo que está destruyendo los antiguos lazos orgánicos entre los seres humanos? ¿No hace cada vez más frío en una civilización inhóspita y sin alma? ¿Dónde quedó el Lebenswelt de Husserl, ese “mundo de la vida” del que nosotros nos hallamos exiliados? ¿No nos sentimos solidarios con los Vladimir y Estragón de Beckett? ¿No esperamos y esperamos sin saber qué ni a quién? La seductora civilización de Occidente, ¿acaso ha hecho otra cosa que atiborrarnos de objetos materiales y condenarnos, en pago por tal abundacia, a un insoportable limbo existencial?”
Bien, de acuerdo: la requisitoria contra Occidente podría ocupar tomos de grueso calibre. El mismo Occidente –fáustico y tanático a la vez–, consciente de su triste inanidad, fantasea con su propia muerte y casi la desea. Sin embargo, Prometeo aún no ha muerto, y millones de obreros siguen afanándose en los muros de Babel. Craig Venter, taumaturgo del genoma humano, promete abrirnos las puertas prohibidas de la Vida. ¿No soñamos con convertirnos en nuestros propios dioses? ¿No acariciamos la perspectiva de forzar el santuario secreto del átomo con el nuevo mega-acelerador de partículas puesto en marcha hace unos meses en el CERN de Ginebra? Y, sin embargo, como a Hamlet y a Fausto, nos atrae irresistiblemente el canto oscuro de la muerte. Existir, conocer: ¡qué trabajo tan ímprobo y amargo! ¡La conciencia, el ser, el espíritu! ¿Cuándo descansaremos al fin de ellos, como deseaba Cioran? La verdadera dicha, ¿no reside en la existencia inconsciente del reino mineral, el en-sí puro de Sartre? ¿No es, en fin, la existencia toda un tremendo malentendido, un fatal error donde la felicidad constituye una quimera y un sarcasmo?
Y bien: ¿se entiende ahora por qué necesitamos con tanta urgencia un nuevo mito, una nueva gran narración que dé sentido a nuestras vidas? El Occidente que seduce a los no-occidentales es la misma cultura que sume a nuestros contemporáneos en la melancolía o en un tosco hedonismo. ¿Dónde quedaron la risa, la aventura, el espíritu, los altos ideales, la fraternidad, el calor humano, el hogar, la delicadeza, la fiesta, la música, las ganas de vivir? Pues he ahí –en todo eso que perdimos– donde se encuentra el corazón del mito planetario que vislumbra vagamente, en medio de la confusión hoy reinante, el autor de las presentes líneas. Dicho brevemente: el gran mito del siglo XXI habría de consistir en la enorme tarea de convertir toda la humanidad en una familia, y todo el mundo, en un hogar. Expresándonos en términos más técnicos: estaríamos hablando de una especie de “organicismo universal” cuyas notas características podrían resumirse como se hará en la siguiente entrega de esta serie.