Este miércoles, 22 de octubre, mis alumnos de Bachillerato no han venido a clase. Convocados por el Sindicato de Estudiantes, han ido a la huelga contra el Proceso de Bolonia. Seguramente no saben mucho acerca del tema. Lo que más les suena es que, de aplicarse la reforma universitaria europea, la Selectividad les va a resultar más difícil. Razón suficiente, a su juicio, para sumarse a la protesta y ahorrarse unas cuantas horas de fastidio en el Instituto.
Este miércoles, 22 de octubre, mis alumnos de Bachillerato no han venido a clase. Convocados por el Sindicato de Estudiantes, han ido a la huelga contra el Proceso de Bolonia. Seguramente no saben mucho acerca del tema. Lo que más les suena es que, de aplicarse la reforma universitaria europea, la Selectividad les va a resultar más difícil. Razón suficiente, a su juicio, para sumarse a la protesta y ahorrarse unas cuantas horas de fastidio en el Instituto.
En realidad, no todos mis alumnos han secundado la huelga. Algunos han venido a clase de Filosofía, y hemos estado hablando sobre el tema. Algo hemos comentado sobre la habitual retórica del ultra-izquierdista Sindicato de Estudiantes. Las consignas nos resultan bien conocidas: “Se va a privatizar, elitizar y mercantilizar la Universidad”. “Es un ataque contra la enseñanza pública.” “Se va a expulsar del mundo universitario a los hijos de los trabajadores.” Percibimos aquí, sin dificultad, una abundante ración de demagogia trasnochada; pero es de justicia reconocer que algo de verdad se encierra también en tales afirmaciones.
El “Proceso de Bolonia” pretende crear una Universidad europea más eficiente, más competitiva, más adaptada a las demandas reales de la sociedad, la empresa y el mercado de trabajo. Ahora bien: si la Universidad pasa a ser concebida en tales términos, ¿dónde queda la sabiduría, la formación humana integral, el saber humanístico que transciende las dictatoriales exigencias de la Diosa Economía? ¿A qué oscuro rincón se destierra al alma de la Universidad, tal como nació en los lejanos siglos de la Edad Media? ¿Acaso la comunidad universitaria fue entendida en su origen como una maquinaria destinada a troquelar trabajadores aptos para incorporarse al engranaje productivo? ¿No es absolutamente justo, entonces, echarse a la calle para protestar, como en aquellos inolvidables años setenta del pasado siglo, contra el avance avasallador del Dios Mercado?
El problema está, por supuesto, en que esta protesta llega demasiado tarde y no reconoce sus propias culpas. La hipocresía alcanza unas proporciones realmente gigantescas, acaso incluso mayores en el caso de España. Veamos: en la gloriosa década de 1970, protestábamos contra una Universidad disciplinar, reaccionaria, anacrónica, cargada en todos sus instersticios de viejos resabios metafísicos. Se imponía desterrar el tufo medievalizante de muchos planes de estudios, la grandilocuente pretensión universalista de una Universidad entendida, siquiera residualmente, como refugio sagrado del saber. Aunque, por supuesto, ya entonces, y desde dentro del propio franquismo casi feneciente, los tecnócratas del Opus Dei propugnaban algo muy similar a lo que hoy impulsa el Plan de Bolonia: un mundo universitario regido por el principio de eficiencia y de adaptación a las modernas necesidades económicas.
La misma Ley General de Educación de 1970 fue defendida por Villar Palasí como un intento de racionalización educativa con arreglo a los criterios “científicos” de la sociedad contemporánea. Rodríguez Adrados, García Gual y otros grandes catedráticos se llevaron las manos a la cabeza ante la calamidad que se avecinaba. La misma Facultad de Filosofía y Letras tenía firmada su sentencia de muerte, en beneficio de unos reinos de taifa universitarios que vieron nacer, entre el regocijo general (“¡Hemos vencido, hemos vencido!”), docenas de nuevas Facultades, hijastras parricidas que se repartieron los despojos de una madre odiosa: Filosofía y Letras representaba el espíritu mismo del franquismo, la escolástica dominante en los años cincuenta, la visión cristiana del saber que alentaba en el nacimiento del CSIC, destinado a “restaurar la unidad medieval del saber”, como ramas que brotan de un solo tronco (¿recuerda el lector aquel venerable árbol de Porfirio con el que los viejos manuales de Filosofía enseñaban aquello del género y la especie a los alumnos de 6.º de Bachillerato?).
Y es que había, sin duda, mucho, mucho que demoler. Mucha antigualla filosófica pendiente de derribo. El anarquismo libertario y toda la extrema izquierda de la época se encargó del trabajo. ¿Para dar paso a una Universidad menos anquilosada por rigideces intelectuales que era necesario renovar, pero dentro de ese amor universitario a la sabiduría que está en la médula misma de su génesis medieval? ¡Quiá, nada de eso! ¿Es que ya no nos acordamos de Nietzsche? Filosofar a martillazos, es decir: estudiar a martillazos, desterrando a los clásicos, rebelándonos contra todos los cánones de belleza y tradición. ¡Cuánto disfrutamos jubilando por anticipado a los viejos catedráticos tardofranquistas, sometiéndolos a humillaciones sin cuento, anarquizando a mansalva los planes de estudios y el funcionamiento todo de la Universidad y convirtiendo los Departamentos en zahúrdas incestuosas sometidas a la vergonzosa ley del compadreo, la adulación y la endogamia! Y todo esto, en España, bajo responsabilidad directa del PSOE, y con la impagable connivencia de la derecha. Resultado: el caos, la ineficacia, el cabildeo, la desmoralización de los buenos profesores, el medrar rampante de los mediocres, el despilfarro, la masificación, la devaluación de los títulos etc. etc. etc.
Con matices y peculiaridades propias de cada lugar, la muerte de la Universidad se ha ido produciendo, a lo largo de las últimas décadas, en todos los países de Europa. La anarquía intelectual, el absurdo y la ineptitud campan por doquier. Y, diagnosticado el absceso, lo que el cirujano prescribe es sajar y sacar el pus. ¿Me preguntan por el bisturí? Precisamente el Proceso de Bolonia es ese instrumento salvífico, ese afilado escalpelo que va a racionalizar una Universidad hundida en el fango que ella misma ha generado. Muerto el criterio humanístico —que, al final, por cierto, también es económicamente rentable, si bien de manera indirecta—, se precisa con urgencia un principio que lo sustituya. Ockham nos presta de nuevo, y con gusto, su navaja: extirpar la metafísica, la literatura y la poesía —esos gérmenes de futuros días melancólicos—, y reemplazarlas por el imperio absoluto de la Economía, ciencia acéfala y sin rostro —pero, ¿lo tenemos aún nosotros mismos? Cada época elige sus propios dioses. O, dicho de otra manera: cada época tiene los dioses que se merece.
Definición del Proceso de Bolonia en el Diccionario Transcendental de un mundo futuro que hoy clama por surgir desde las honduras mismas del espíritu: «Némesis ineluctable de una cultura autófaga. Dícese también “occidental”».