A estas alturas, ya nadie puede negar que España ha entrado de lleno en lo que seguramente va a ser la crisis económica más grave de toda su historia. Los legos en economía entendemos a duras penas el galimatías explicativo en el que los expertos en el tema utilizan a mansalva conceptos técnicos de significado absolutamente críptico. La impresión que se extrae es que la economía constituye un campo de complejidad endiablada, que sólo un iniciado en la materia puede descifrar. Y pensamos: un problema económico sólo se puede resolver desde el propio plano económico. Lo cual, hasta cierto punto, es verdad.
A estas alturas, ya nadie puede negar que España ha entrado de lleno en lo que seguramente va a ser la crisis económica más grave de toda su historia. Los legos en economía entendemos a duras penas el galimatías explicativo en el que los expertos en el tema utilizan a mansalva conceptos técnicos de significado absolutamente críptico. La impresión que se extrae es que la economía constituye un campo de complejidad endiablada, que sólo un iniciado en la materia puede descifrar. Y pensamos: un problema económico sólo se puede resolver desde el propio plano económico. Lo cual, hasta cierto punto, es verdad.
Sin embargo, en otro sentido tal aserción incurre en un flagrante error. Pues un principio filosófico capital nos enseña que un problema nunca puede resolverse realmente desde el propio plano o nivel en el que se produce, sino sólo desde otro, superior y más amplio, que lo abarca y del que, en último término, procede: pues sólo “mirando desde arriba” accedemos a una visión panorámica del problema en cuestión y a un correcto diagnóstico del mismo, que posibilitará el tratamiento posterior.
Es lo que sucede justamente hoy con la crisis económica que ya está sufriendo nuestro país. No estamos sólo, ni primordialmente, ante una crisis económica. Nos hallamos inmersos en una auténtica crisis moral. Y afirmamos esto no sólo apoyándonos en una reflexión filosófica abstracta, sino en las explicaciones que escuchamos a los propios analistas financieros. Durante los últimos seis u ocho años, una serie de agentes económicos básicos –consumidores, inmobiliarias, ayuntamientos, bancos, propietarios privados de suelo, administraciones públicas etc.– han estado tomando decisiones imprudentes, irresponsables, basadas en cálculos cortoplacistas e indiferentes a lo que el Código Civil siempre ha llamado “la conducta de un buen padre de familia”. Se ha comprado lo que no se podía comprar, se han inflado los precios inmobiliarios con total descaro, se han concedido créditos que no se debían conceder, se ha especulado a troche y moche, se ha incurrido en los más vergonzosos cambalaches. Pero como, de momento, las cifras macroeconómicas parecían ir bien, todos seguimos empujando hacia delante la bola de nieve, que adquiría proporciones cada vez más gigantescas. Hasta desembocar en una crisis económica que sólo constituye la consecuencia última de una previa y funesta crisis moral.
La España posmoderna o la irresponsabilidad a gogó
Durante la última década, España se ha convertido en un país en el que sucedían cosas increíbles, totalmente inaceptables en cualquier otro país civilizado. Los delincuentes de Europa del Este se trasladaban en masa a nuestra tierra porque era la que les ofrecía mejores condiciones para trabajar: leyes blandas, colapso judicial y penitenciario, policía desbordada, urbanizaciones indefensas, garantismo exagerado. El fraude en materia de aborto se cometía con total impudicia y a plena luz del día, ante el clima de impunidad reinante y la connivencia de PSOE y PP. Asistíamos al esperpento de que el castellano quedase expulsado del sistema educativo catalán –y, ahora, pronto, del gallego y del vasco. Y se redactaba y aprobaba un nuevo Estatuto de Cataluña meridianamente anticonstitucional.
Y aún hay más. Así, se trataba con una exquisitez indignante a De Juana Chaos, hasta que los vientos cambiaron y fue oportuno políticamente mantenerlo un breve tiempo más en la cárcel. El gobierno del PSOE, pertinaz y recalcitrante, mantenía la filosofía de la LOGSE que nos ha llevado a la hecatombe educativa. España se convertía en líder mundial en materia de botellones y de desprotección de los sufridos vecinos ante los desmanes etílicos de las hordas adolescentes. Se aprobaba, bajo gobierno del PP, una Ley del Menor que significa la práctica impunidad de los menores de dieciocho años. Y, en el tema económico, se confiaba de manera por entero irresponsable en que la locomotora de la construcción tiraría eternamente del tren de la economía nacional. Los propietarios de un piso creyeron que poseían un tesoro: un año pedían por él quince millones de pesetas y, dos años después, veinticinco. La vivienda, aparte de transformarse en objeto supremo de especulación, casi se convirtió en un artículo de lujo. Los jóvenes empezaron a ver imposible su emancipación. Los solares se cotizaron a precio de oro. Las grandes inmobiliarias construyeron pisos a lo loco. Los bancos, cegados por la codicia, dispararon alegremente las tasaciones y concedieron créditos exagerados, esclavizando a sus clientes con hipotecas igualmente exageradas. La burbuja se hinchaba y se hinchaba, cada uno procuraba hacer su agosto y, de momento, todos tan contentos. Hasta que, finalmente, la burbuja explotó.
Lo que decíamos: la crisis económica que padecemos no es sólo una crisis económica. Es, sobre todo, una crisis moral. Hoy sufrimos las consecuencias de una catarata de irresponsabilidades y disparates que hemos acumulado –en el campo económico y, antes, en muchos otros– durante los últimos años. La España indisciplinada, inmadura y adolescente que ha alcanzado su clímax bajo la estulticia de Zapatero ve cómo hoy la némesis invisible de la Historia le reclama su deuda. La tendremos que pagar entre todos. Y sólo conseguiremos hacerlo si comprendemos que el verdadero problema de la España de hoy no consiste esencialmente en una pavorosa crisis económica, sino en una crisis moral que está carcomiendo los cimientos mismos de nuestro país.