En su origen fueron juego, rito, competición…

¿Qué significan realmente los Juegos Olímpicos?

Acabamos de asistir a la celebración de los Juegos de Pekín, y ahora el mundo ya espera los de Londres en 2012. Sentimos que las Olimpiadas son diferentes, por ejemplo, de un campeonato del mundo: están rodeadas de un halo de prestigio del que carece cualquier otra competición deportiva. En realidad, se acepta vagamente que los Juegos Olímpicos no son sólo un certamen competitivo, sino que "significan algo más". Ahora bien: ¿en qué consiste ese "algo más"? Vamos a intentar explicarlo mediante las siguientes consideraciones.

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Acabamos de asistir a la celebración de los Juegos de Pekín, y ahora el mundo ya espera los de Londres en 2012. Sentimos que las Olimpiadas son diferentes, por ejemplo, de un campeonato del mundo: están rodeadas de un halo de prestigio del que carece cualquier otra competición deportiva. En realidad, se acepta vagamente que los Juegos Olímpicos no son sólo un certamen competitivo, sino que “significan algo más”. Ahora bien: ¿en qué consiste ese “algo más”? Vamos a intentar explicarlo mediante las siguientes consideraciones.

Podemos empezar a comprender cuál es ese plus de significado acudiendo a lo que sabemos de los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia. Según la teoría más aceptada sobre su origen, asoladas las tierras griegas por la guerra, la peste y las epidemias, Mitos, rey de Élide, consultó al oráculo de Delfos, que le respondió que sólo la celebración de unos Juegos, como signo de paz, salvaría a Grecia de la destrucción. Obedeciendo al oráculo, se instituyó una tregua sagrada cada cuatro años para celebrar en Olimpia –sede del santuario más importante de Zeus– unos Juegos en honor del dios, en los que participarían las diferentes polis griegas. Nacen, así –con un significado esencialmente religioso– los Juegos Olímpicos, que sirvieron también, con el correr del tiempo, para crear un clima de hermandad y el subsiguiente sentimiento panhelénico. Bien es cierto que, tras su cénit en los siglos VI y V a.C., los Juegos experimentaron un proceso de decadencia en el que ese sentido religioso originario se fue perdiendo poco a poco. Pero el hecho es que, en su origen, deporte, cultura –pues también se celebraban certámenes de poesía, música y danza– y religión constituyeron en Olimpia un todo unitario.
 
Este mismo sentido religioso y este deseo de fomentar la unión entre los pueblos se encuentran en el origen de los Juegos Olímpicos de la Edad Moderna, que empezaron a celebrarse por iniciativa del barón Pierre de Coubertin. Éste, tras entrar en contacto con un movimiento pedagógico que, dentro del cristianismo anglicano, propugnaba el deporte como vía de perfeccionamiento espiritual, emprendió las arduas gestiones necesarias para que los países europeos, superando las agudas diferencias que los enfrentaban a finales del siglo XIX, aceptaran participar en unos nuevos Juegos Olímpicos: Juegos que, según la intención de Coubertin, debían servir para hermanar a las naciones de Europa –y, después, del mundo entero– y contribuir a la paz y a la comprensión entre los hombres. A Coubertin pertenece la célebre frase “Lo importante es participar”, que expresa el alma originaria del olimpismo. Un alma donde, en realidad, la victoria sólo constituye un objetivo secundario. Lo importante es haber competido con deportividad y nobleza, dando lo mejor de uno mismo tanto física como espiritualmente y reconociendo con abierta franqueza la eventual superioridad del contrario. Dicho de otro modo: lo importante es haber creado con el oponente, a través de la competición deportiva, unos lazos sinceros de fraternidad.
 
¿Qué quedan hoy de tales ideas? Nos tememos que no mucho. Durante varias décadas en las que se consideró indispensable el amateurismo de que los deportistas como condición para participar en los Juegos, subsistió –bien que entre dificultades– su espíritu originario. Los países europeos se habían lanzado a dos guerras fratricidas, llevando a su clímax los irracionales antagonismos contra los que Coubertin había intentado luchar. Pero se conservaba la conciencia de que, cada cuatro años, las Olimpiadas abrían un espacio de paz –como la tregua sagrada de la Antigüedad– en el que la juventud del mundo se reunía a competir en las distintas modalidades deportivas, pero también, y sobre todo, a convivir, conocerse y confraternizar. Y, por cierto, ¡no pocos matrimonios han salido precisamente de la Villa Olímpica!
 
De los Juegos Olímpicos a los Macro-campeonatos del mundo
 
Ahora bien: igual que, en la antigua Grecia, los Juegos fueron alejándose de su significado primitivo, y en las décadas finales del siglo XX hemos asistido a una evolución similar, que hoy continúa. El profesionalismo, la comercialización y los ingentes intereses económicos que se mueven en torno a los Juegos Olímpicos han desvirtuado su espíritu. Ciertamente, aún constituyen un evento mundial de carácter único, y la antorcha, la bandera y el himno olímpicos, así como la ceremonia de inauguración, todavía consiguen despertar en nosotros algunas resonancias más o menos espirituales. Pero la intención originaria de Coubertin se ha perdido, aunque se sigan dedicando al ilustre barón las correspondientes palabras de elogio. Los Juegos Olímpicos, aparte de constituir un formidable negocio audiovisual, se han convertido hoy en unos meros macro-campeonatos del mundo. Pero nada más. Lo más noble de su espíritu –la vocación de fraternidad, la elevación por encima del plano material y “mecánico” del mundo– se encuentra, en gran parte, perdido. En cierto modo, sucede con los Juegos Olímpicos algo similar a lo que observamos con la Unión Europea: la cual nació, bajo los auspicios de Schuman, De Gasperi y Adenauer, con un sentido claramente espiritual –en concreto, cristiano–, pero hoy se ha convertido en un aparato burocrático sin alma.
 
Desde Huizinga sabemos que el homo ludens, el “hombre que juega”, se encuentra en la base misma de la cultura. El deporte, el juego, el baile –tres realidades tan cercanas– se hallan en su origen muy conexas con el mundo de la religión. Coubertin intuyó que el deporte significa una posible vía hacia la perfección espiritual y la unión entre los hombres. Por esa razón luchó por unos nuevos Juegos Olímpicos: no para crear unos simples “campeonatos del mundo”, sino para unir a los seres humanos entre sí. Y, si nosotros olvidamos esto, estaremos cometiendo contra él una imperdonable traición.

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