La liturgia de todos los años se vuelve a repetir en Pamplona. Retornan los iconos de una fiesta atemporal: la cuesta de Santo Domingo, la curva de Mercaderes, Estafeta, el tramo de Telefónica. Los corredores vuelven a entonar su cántico ante la hornacina de San Fermín unos minutos antes del encierro, pidiéndole al santo que los proteja. Son las ocho de la mañana en la capital de Navarra. Estalla el chupinazo sobre la puerta de los corrales. Suenan los cencerros de los cabestros y sale la manada. Y entonces se inicia la ceremonia del éxtasis que ha convertido a los Sanfermines en una fiesta de resonancia mundial.
Sin esos dos o tres minutos durante los que una abigarrada muchedumbre de mozos corre delante de los toros, las fiestas patronales de Pamplona serían unas más de los miles que se celebran por toda España. Después de esos dos o tres minutos, vuelven a serlo. Por supuesto, los Sanfermines aseguran siete días de jolgorio callejero prácticamente ininterrumpido. Los miles de extranjeros que se trasladan en julio hasta Pamplona los adoran también por eso. Pero, sin sus celebérrimos encierros, los Sanfermines sólo serían una semana de marcha, sabroso tapeo y excesos etílicos casi continuos. Para algunos, además, la ocasión de colgar ikurriñas en los balcones y gritar “gora” con más entusiasmo que “viva”. Para los pamplonicas de toda la vida, todavía es la fiesta que no entenderían sin la procesión de San Fermín y la devoción al santo. Para los españoles que las siguen por televisión y para el mundo entero, la fiesta de los encierros y del éxtasis que conquistó a Hemingway.
Hasta aquí la dimensión manifiesta y “exotérica” de los Sanfermines: la emoción de los encierros cada mañana, las carreras de los mozos, los tropezones, los puntazos y las eventuales cogidas; después, las corridas de la tarde, las calles llenas de gente, el ambiente cosmopolita y la marcha que no se acaba nunca. Sin embargo, existe también en los Sanfermines una dimensión filosófica menos evidente, una significación “esotérica” de la fiesta de Pamplona en el inconsciente colectivo occidental. Como las etapas de montaña del Tour de Francia, los Sanfermines se han convertido en un símbolo para la sociedad posmoderna. El Occidente de nuestros días constituye hoy una Matrix invisible, una cultura encerrada en la cárcel de su propia superficialidad, que nos condena a vivir en la epidermis de las cosas. Ahora bien: esta sociedad de sonámbulos que nos rodea vislumbra vagamente, en ciertos símbolos culturales de nuestra época, la posibilidad de vivir de otra manera, infinitamente más profunda y auténtica que la actual. Es lo que sucede en las etapas alpinas y pirenaicas del Tour de Francia, con los ciclistas escalando puertos míticos como la Madeleine, el Galibier, el Alp D’Huez o el Mont Ventoux. Y es, sin duda alguna, lo ocurre también, los primeros días de cada mes de julio, en los encierros pamploneses de San Fermín.
De Pamplona a los Alpes, cruzando los Pirineos
¿Qué tienen en común las etapas de montaña en la ronda francesa y nuestros también míticos encierros? Sencillamente, que en ambos sucede un hecho hoy inaudito: que una cultura anestesiada, esterilizada y desvitalizada, exiliada del misterio inefable que nos envuelve y del que surgimos, se asoma por un instante, como cruzando una puerta invisible, a ese universo maravilloso –el único real- donde todas las cosas rebosan de significado. Hoy hemos perdido la hondura que convierte a cada ser en un manantial de sentido. Una canción, un beso, una boda, una despedida, una palmera, un funeral, un viaje, el rumor del agua en una acequia: es todo un universo de significación metafísica lo que hoy ya no sabemos entender. Y no lo entendemos porque ya no estamos en un contacto fresco y directo con la piel del mundo. Una etapa alpina del Tour nos devuelve, de algún modo, esa añorada autenticidad: el esfuerzo titánico de los corredores, el aliento épico de sus gestas, sus frágiles figuras ascendiendo penosamente entre picachos escarpados y las enormes moles pétreas circundantes. El éxtasis, el riesgo, el heroísmo en medio de parajes majestuosos. La boscosidad y frondosidad del mundo reencontradas en un rincón del sur de Francia. La vida tal y como debería ser.
Y vueltas a encontrar también en los encierros de San Fermín: la vida tal y como debería ser. ¿Cómo conseguir que la existencia vuelva a parecernos una realidad intensa, maravillosa y cargada de significación? Jünger nos descubrió la guerra como experiencia de éxtasis. Mircea Eliade, la noción universal de lo sagrado como fundamento del orden simbólico y social. De algún modo, ambas ideas se reúnen en los encierros de San Fermín. La posibilidad cierta de la muerte –inherente a la guerra-, prendida de las astas del toro, consigue restablecer el sentimiento sagrado del mundo. El cántico de los corredores ante la hornacina del santo es mucho más que un rito pintoresco: pues cada mozo sabe que, en unos minutos, acudirá a una posible cita con los cuernos traicioneros de un toro.
Los Sanfermines, una puerta al mundo del sol
Y luego, rodeando a los participantes en el encierro, está todo lo demás: los múltiples preparativos necesarios, el ambiente tenso desde las primeras luces del alba, los desayunos tempraneros en tascas y cafeterías, mil conversaciones que se entrecruzan, los fotógrafos –los norteamericanos son un clásico- apostándose con sus cámaras tras las vallas de la curva de Mercaderes, los balcones atestados de espectadores, el intenso colorido de las calles, el gesto concentrado de los corredores. Y, enseguida, junto a la peligrosa torpeza de los novatos, la belleza de las carreras: correr acompasado a la marcha del monstruo, unos centímetros por delante de los pitones; cuarenta, cincuenta, sesenta metros de arte –pues, de alguna manera, lo es- y espíritu, frente a la oscuridad ctónica del toro bravo. Como el surfista que cabalga, al fin, sobre la ola perfecta. Y como un hombre de pie ante la grandiosidad del mundo: frágil ante él –decía Pascal-, pero también más grande que él. Porque ni todo un universo sirve para medirnos.
Los encierros de San Fermín: la vida como debería ser. Pero también, sin duda, como de hecho no es. El encierro se acaba. El ambiente electrizante va desapareciendo poco a poco. Lo sustituye el bullicio típico de las fiestas, el gentío que va de acá para allá. El calimocho se convierte en el gran protagonista de la jornada. El éxtasis da paso a un jolgorio eufórico, pero más bien vulgar. La magia del encierro se clausura hasta la mañana siguiente. La puerta invisible a ese otro mundo maravilloso, lleno de grandeza y significado, vuelve a cerrarse. Tornamos a la cruda realidad. Retorna la cháchara insulsa. Seguimos recluidos en la caverna
¿Es, tal vez, nuestro destino ineluctable? ¿Oscilamos, sin remedio, entre breves momentos de fulgor e interminables jornadas de tedio y ramplonería? No necesariamente. No podemos resignarnos a una existencia tan indigna. El gran desafío de nuestro tiempo consiste precisamente en construir una nueva cultura sobre el modelo de los encierros de San Fermín, de las etapas alpinas del Tour de Francia, de la Tierra Media de Tolkien, del Parque Güell de Gaudí. Un mundo lleno de jardines de Bomarzo, discusiones medievales, matrimonios sagrados y misas solemnes al amanecer; con astrólogos eruditos y nuevos ermitaños, viajes iniciáticos por el Mediterráneo, canciones en la calle y colonias espaciales en la cara oculta de la Luna. Y, sobre todo, un mundo de fraternidad espiritual en el que el soldado, el viajero, el estudioso, el botánico, el urbanista y el ama de casa se reconozcan entre sí como miembros de una misma comunidad: la de quienes, situados en distintos puntos de la abigarrada circunferencia del mundo, saben que, en último término, convergen todos en un mismo centro.
Pamploneses, pamplonesas, españoles todos: ¡Viva San Fermín!