Escribo cuando España celebra el cuadragésimo tercer aniversario del instrumento de su perdición, ese que sus beneficiarios atacan y sus víctimas defienden. En fin, con malos principios nunca se pueden alcanzar buenos fines. Sólo nos cabe esperar la pronta y definitiva destrucción del régimen vigente, que llegará, como suele suceder en estos casos, por una revuelta de los privilegiados, algo de lo que somos testigos en la actualidad. Las dos repúblicas que ha padecido España han terminado en el caballo de Pavía y en el Dragon Rapide de Franco. ¿Por qué hemos de tenerle miedo a una tercera reedición del engendro, a una reencarnación de la Maritornes del gorro frigio? ¿No será mejor adelantar su nacimiento y mandar por fin a los Borbones al desván de la Historia, junto a sus primos de Nápoles y Parma? Repúblicas son la Hungría de Orbán y la Rusia de Putin. Para defender la unidad, la identidad y la tradición de España no nos hace falta, sino todo lo contrario, un nieto de Fernando VII en el Palacio de Oriente. Alguna vez aprenderemos, digo yo.
Pero no nos engolfemos en este país sin remedio, condenado a repetir lo peor de su historia. Hay motivos para la esperanza fuera de este patio de Monipodio, regido por una chusma de galeotes, rufianes y endemoniadas. Fijémonos en lo que pasa más allá de las débiles fronteras de esta zahúrda socialdemócrata. Lo habrá leído el lector en los periódicos: la Unión llamada “Europea” ha tenido por primera vez que recular, que decir “digo” donde dijo “Diego” y que llamarse andana en lo que parecía una simple operación rutinaria. La comisaria de Igualdad —¡de qué iba a ser si no!—, una tal Helena Dalli, había “recomendado” no felicitar las fiestas de Navidad a los rábulas, chupatintas y covachuelistas que cobran de Bruselas sus treinta monedas mensuales. En realidad, el papel en cuestión obedecía a la dinámica natural de esta “Europa”, que es la menos europea de la Historia y cuyo fin proclamado es africanizar e islamizar el continente. La señora Dalli, sin duda, prefiere que su país de origen, Malta, hubiera sido conquistado por los otomanos en 1565 y seguro que aborrece al Gran Maestre Juan de La Valette, Asiae Libyaeque pavor, que derrotó junto con sus caballeros de San Juan —demasiado blancos, demasiado cristianos y demasiado aristocráticos— a los jenízaros del Gran Turco. Seguramente, la señora Dalli, como sus hermanas de Igualdad de toda Europa y América, hubiera preferido que Solimán hubiera hecho de Malta un vilayato de la Casa de Osmán, o que el Miramamolín hubiese vencido en Las Navas, o que Juan de Austria hubiese perecido en Lepanto, o que la carga de Juan Sobieski ante Viena hubiese fracasado. Si algo caracteriza a Bruselas es su rechazo de la identidad europea, su alergia a todo lo que tenga que ver con nacionalidad, comunidad y cristiandad. Típico del borrado identitario que sufre un continente que está dejando de ser europeo es felicitar el Ramadán y prohibir los belenes, o desterrar a las mozas ligeras de ropa de estadios y circuitos, pero fomentar el velo en los espacios públicos. Todo eso y más es propio de
Las gorgonas de Igualdad, no por ridículas y absurdas menos enemigas de la vieja Europa
las gorgonas de Igualdad, no por ridículas y absurdas menos enemigas de la vieja Europa, la realmente europea, la que quieren aniquilar y sustituir por un conglomerado de hordas multiculturales, infierno al que nos dirigimos a una velocidad cada vez más vertiginosa.
Bueno, pues esta vez la criada ha salido respondona y la Oligarca Máxima del tinglado bruselense, la señora von der Leyen, ha desautorizado a la comisaria histeromorisca y ha ordenado que se retire el papelito de marras. Los funcionarios europeos podrán felicitar la Navidad a sus súbditos, vasallos, tributarios, servidores y pecheros sin que se les pueda tildar de supremacistas. La indignación que este pequeño incidente ha causado nos indica que ya no se puede pisotear tan impunemente la identidad europea como era común hasta hace unos años; todavía está vivo el recuerdo de cuando se impidió que la bonita ciudad húngara de Szekesfehervár fuera capital cultural de Europa porque sus habitantes eran demasiado blancos. Parece que los nababs de Bruselas empiezan a notar que el suelo se mueve bajo sus pezuñas. Pero la cosa no queda ahí: hasta el Vaticano se ha indignado con el papelito. Sí, amigo lector, ¡el Vaticano de Bergoglio, ese jesuita desvergonzado que va por el mundo pidiendo perdón por la evangelización de América o por la defensa de nuestra cultura frente al invasor muslim! Esperemos que ésta sea una señal de la resurrección de la identidad verdaderamente europea, de la negativa de nuestros pueblos a perecer, a odiarse a sí mismos, a autodestruirse. No todo está perdido. Algo se mueve en Europa. Hay otra esperanza aparte de los tanques rusos.
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