¿Puede sobrevivir Europa sin una gran fe?

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Hacia el año 2002, Estados Unidos miraba hacia Europa con una envidia mal disimulada. Intelectuales norteamericanos como Jeremy Rifkin no ocultaban su fascinación por el proceso de integración europea: Europa se estaba convirtiendo en un gran crisol de pueblos y culturas que incorporaba a los países del Este y que, en un futuro, acogería incluso a Turquía. Bajo el símbolo del euro y la carta magna de la Constitución Europea, Europa se convertía en un seductor mito político contemporáneo: la casa común de latinos, nórdicos, anglosajones, eslavos y otomanos; una casa común que extendía sus fronteras, así, hasta las puertas mismas de Oriente.
 
Sin embargo, el sueño no tardó en esfumarse. Franceses y holandeses, con una inesperada desfachatez, desbarataron el proyecto europeísta de Bruselas. El optimismo inicial se convirtió en sombrío pesimismo. ¿Qué había fallado? Pues había fallado, ni más ni menos, que la decisiva cuestión del “alma de Europa”. La Constitución Europea había diseñado una Europa sin alma, sin metafísica, sin fe. El “patriotismo constitucional” propugnado por Jürgen Habermas se revelaba como una fórmula vacía. Ya decía Karl Jaspers que Europa se define, desde su origen, no como un continente físico –en este sentido, es un mero apéndice peninsular de Asia-, sino como un “continente espiritual”. Ahora bien: el discurso europeo posmoderno niega que Europa posea ninguna esencia o alma. Cuando el laicismo masónico de Giscard D’ Estaing vetó la referencia a las raíces cristianas de Europa en el Preámbulo del proyecto de Constitución, estaba expresando precisamente tal idea: que la Europa posmoderna del siglo XXI pretendía prescindir, en lo sucesivo, de todo fundamento espiritual.
 
Pero, ¿resulta tal pretensión realmente factible? La Historia nos enseña, más bien, lo contrario. Así, por ejemplo, cuando Roma dejó de creer en su destino universal y se convirtió en un imperio narcisista entregado al hedonismo, se derrumbó ante la pujanza de los bárbaros. Actualmente, Europa se encuentra frente a un desafío en muchos aspectos análogo. Un Islam rampante aspira a convertir Europa en “Eurabia”, levantando mezquitas en Oxford y acariciando la perspectiva de un alcalde musulmán en Amsterdam para dentro de pocos años; el retorno del Califato y la extensión de la Umma a todo el mundo constituyen proyectos lógicos y legítimos para una civilización que todavía cree en sí misma, y que desprecia a otra –la europea- que ya no lo hace. 
 
Y no creamos que es sólo el Islam quien hoy amenaza a Europa. Actualmente, se están desarrollando en el escenario político internacional poderosas dinámicas subterráneas de tipo darwinista. Las potencias grandes y medianas luchan por las materias primas y los recursos energéticos y alimentarios. Schopenhauer parece ahora tener razón: una vez rasgado el velo de Maya, el mundo se revela como una lucha irracional de voluntades inconciliables. Y, mientras los tambores de guerra ya resuenan en la lejanía, Europa se dedica a una especie de masturbación espiritual –y también física, por supuesto-. Europa, entretenida con los canales porno de madrugada, se niega a reconocer la hora decisiva que hoy llega para ella misma y para el mundo.
 
¿Volverá Europa a creer en sí misma?
 
En esta hora decisiva, no nos salvarán ni el Banco Central Europeo ni los Eurofighters. Cuando hay que afrontar un momento de crisis, los que de verdad cuentan son los hombres: los hombres sostenidos, en medio de la tribulación y de la angustia, por una grandiosa fe, y dispuestos por ella al heroísmo y, si es necesario, al sacrificio. Ahora bien: precisamente tales hombres son los que hoy no existen en una Europa anestesiada, escéptica y nihilista.
 
Y, sin embargo, no todos los signos invitan al pesimismo. Frente a la funesta dictadura del progresismo disolvente –analizarse el ombligo, no creer en nada, no aspirar a nada, mofarse de los valores transcendentes-, aquí y allá, en grupos tal vez aún pequeños, pero de fuertes convicciones, una nueva generación de europeos se atreve a creer de nuevo en el alma de Europa. Una generación a la que no engañan los falsos profetas –Al Gore y Zapatero son dos de ellos-, y que sabe que el peso del mundo descansa sobre la ingravidez del espíritu. Una generación de “conservadores” sin complejos que, recuperando la Tradición, aspiran, sin embargo, a presentarse como absolutamente modernos.
 
Europa no puede sobrevivir sin una gran fe. Y esa gran fe no puede tener como objeto la Ilustración, la Revolución Francesa y Mayo del 68, mitos que han demostrado sobradamente su radical insuficiencia. La fe de Europa sólo puede estar –escándalo para muchos- en el Gólgota; y, desde el Gólgota, deberá irradiarse hacia el Partenón, Stonehenge y Montecassino para construir, tras las huellas de Husserl, Jünger y Edith Stein, la Nueva Europa del futuro. Una Europa que, habiendo encontrado al fin un camino original hacia la fe, se convertirá en el núcleo germinal de un nuevo tipo de civilización. 

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