Ahora que José Luis Rodríguez Zapatero acaba de ganar sus segundas elecciones y sabemos que, si Dios no lo remedia, lo tendremos como presidente del Gobierno al menos cuatro años más, puede ser oportuno echar la mirada atrás y, a la vista de sus actos, preguntarnos qué tipo de hombre es el político que tiene en sus manos el timón de nuestro país. Una retrospectiva especialmente necesaria por la naturaleza en cierto sentido enigmática del actual líder del PSOE, que hizo que, en su momento, Time lo calificara como “político zen”.
En primer lugar, debe tenerse clara una clave esencial para interpretar correctamente la conducta de Zapatero: que, por dentro, Zapatero es un adolescente, una persona que, en el devenir de su evolución psicológica, se ha quedado anclado en la adolescencia. Lo cual es, a la vez, positivo y negativo. Por un lado, le confiere –a ojos de muchos- el encanto del idealismo que aún cree en las utopías, rara cualidad en una época escéptica que ha desacreditado tantos antiguos ideales; pero, por otro, ese carácter adolescente le lastra con los defectos típicos de una etapa vital caracterizada por su constitutiva inmadurez: ingenuidad temeraria, ausencia de una visión suficientemente realista de las situaciones, defectuoso sentido de la responsabilidad, narcisismo –“el centro del mundo soy yo”-, sentimiento de omnipotencia –“yo puedo cambiar el mundo”: Alianza de Civilizaciones-, etc. Zapatero, político adolescente, se siente llamado no a una gestión prudente de los asuntos públicos, sino a la realización de una misión trascendental: hacer avanzar, en España y en todo el mundo si le dejan, una cierta idea de “libertad”. No en vano –recordemos-, en cierta ocasión pronunció, con aires de profeta, aquella reveladora frase que rezaba: “No es la verdad la que nos hará libres, sino la libertad la que nos hará verdaderos”. Es decir, una inversión radical del mensaje evangélico. El Dios cristiano dice: “No puede haber auténtica libertad fuera de la verdad”. Pero el visionario Zapatero se atreve a enmendarle la plana.
José Luis Rodríguez Zapatero pertenece a ese tipo de adolescentes “buenos chicos”, no muy talentosos pero aplicados, a veces un poco ridículos, que, víctimas de sus secretas veleidades literarias, un día te sueltan un poema de lo más cursi sobre la vida o sobre el amor, y creen de buena fe que lo que han parido es una cosa de mérito. Zapatero, de adolescente, leía con fruición a Borges, y lo sigue haciendo: no le entiende nada, pero la atmósfera metafísica de sus cuentos lo sume en una cavilaciones que lo dejan medio turulato y hace que también él se sienta “muy filosófico”. Ahora bien: tanta literatura filosófica y tanta poesía –pues Zapatero, como ser sensible que es, lee a los poetas- no parecen haber sido suficientes para cocer como es debido el cerebro de nuestro presi, ya que, al menos entre quienes tienen dos dedos de frente, existe desde hace años un consenso generalizado en que a Zapatero, como suele decirse, “le falta un hervor”. Pues, en efecto, sus meteduras de pata, reacciones sorprendentes, declaraciones extemporáneas, lapsus verbales, etc., ya casi se han convertido en un género periodístico, y darían para componer un grueso tomo recopilatorio (lanzamos la idea para Youtube: “Tonterías de Zapatero” o “Zapatero Mix”). Ciertamente, ahí está siempre, al quite, la señora De La Vega para justificar, corregir, interpretar o aclarar las majaderías de su jefe; pero lo dicho, dicho queda, de modo que no sin razón se ha comparado a Zapatero con Mister Bean: más allá del parecido fisionómico –evidente-, es que existe también una innegable similitud de caletre y de funcionamiento cerebral.
Descubriendo a un hombre que no es normal
Personalmente, la primera vez que me di cuenta de que Zapatero no era una persona normal fue cuando, aún candidato, allá por el 2001 ó 2002, durante la presentación de cierto libro en la que le acompañaba Felipe González, éste se permitió decir, de una manera absolutamente despreciativa, que estaba por ver si Zapatero y su joven equipo “realmente tenían ideas”. ¿Cuál fue la reacción del nuevo secretario general socialista? Cualquier persona con un mínimo de dignidad habría respondido con un cierto brío a tamaña falta de respeto. Pero Zapatero no. ¿Qué hizo? Sonreír, nada más que sonreír. Esconderse tras esa sonrisa vacía detrás de la cual –lo ha demostrado sobradamente- no hay nada: ni un pensamiento, ni una idea, ni un sentimiento cálido y valioso, sino sólo un optimismo hueco y la retadora insolencia de quien, adolescente temerario, confía en que, pase lo que pase, las cosas siempre le van a salir bien. Felipe González, hombre de flexible cintura dialéctica y sobradas tablas políticas, por aquel entonces no podía evitar pensar: “Mira que haber elegido líder del PSOE a este pavo… No resiste la menor comparación conmigo. Subido a la tribuna parlamentaria, a este pazguato me lo merendaba yo en cinco minutos”. Lo mismo pensaban Alfonso Guerra, Joaquín Leguina y muchos otros. Y, por cierto, no erraban en esta apreciación.
Ahora bien: el mundo da muchas vueltas y Zapatero, amparado en su baraka –pues, contra quienes lo tildan de gafe, Zapatero es de esas personas que “tienen buena suerte”: tal vez porque la justicia cósmica compensa de este modo su ausencia de otras cualidades-; amparado en su baraka, decimos, contra todo pronóstico y 11-M mediante, ganó las elecciones del 2004 y pudo ponerse a gobernar y demostrar todo lo que lleva dentro. Tras cuatro años de recorrido gubernamental, disponemos de material más que suficiente para juzgarle. Ya es posible consignar, aun en apretada síntesis, las características más destacables que, a la vista de su conducta pública, adornan a nuestro presidente.
Los nueve pecados capitales de nuestro presidente (y me dejo alguno)
1- Zapatero usa con frecuencia la táctica de descolocar a sus contrincantes políticos haciendo cosas inesperadas y sorprendentes. Máximo ejemplo: el célebre Debate de Presupuestos en el que, a última hora y para asombro de la bancada popular, sustituyó a Jordi Sevilla y desconcertó a Cristóbal Montoro. Tal audacia no constituye un signo de verdadera valentía, sino de ese descaro adolescente que considera que la sorpresa es un valor en sí misma y siempre da puntos en la liza política. El caso es que, hasta ahora, esa táctica de “la sorpresa por la sorpresa” le ha reportado indudables beneficios publicitarios. El PP nunca ha sabido reaccionar adecuadamente contra esta estrategia.
2- Zapatero es una persona intelectualmente muy limitada. No sabe articular con sutileza su discurso. Su pensamiento resulta plano, conceptualmente muy pobre. Para disimular este déficit, recurre con frecuencia al énfasis en la dicción, a la seducción de una voz eufónica y a la repetición de ideas muy generales, pero que suenen bien. No permite nunca que la discusión entre en terrenos complejos, porque sabe que ahí se pierde y tendría todas las de perder.
3- Zapatero tiene –es una derivación de lo anterior- una tendencia incorregible a simplificar los problemas. Incapaz de abordar análisis matizados, para los que se necesita una cabeza mejor amueblada que la suya, así como un fondo moral más maduro, tira con frecuencia por el camino de en medio: es la conocida doctrina del “como sea”. ¿Que no se alcanza un acuerdo en la Conferencia del Mediterráneo de Barcelona, primer paso de la Alianza de Civilizaciones? No importa: lo esencial es, como dijo sotto voce Zapatero, redactar un documento “como sea”, para presentar como “un éxito” dicha conferencia.
4- Tal es la simplificación directa y brutal típica de Zapatero, que se aplica también a las personas: Zapatero no tiene empacho en usar a quien le conviene y, acto seguido, tirarlo al cubo de la basura (de ahí su fama de “despiadado”). Es lo que sucedió con CiU tras utilizarla para alcanzar un acuerdo sobre la reforma del Estatuto Catalán: traición inmediata a CiU en las elecciones catalanas. Sin embargo, con esta estrategia Zapatero se va ganando resentimientos entre quienes le conocen en las distancias cortas de la política: no es casualidad que, en su segunda investidura, sólo hayan votado a su favor los diputados del propio PSOE. Zapatero, “un hombre libre”, no se siente atado a nadie por lazos inquebrantables de lealtad. Su única lealtad real lo vincula con su abstracto concepto de “libertad”… y consigo mismo.
5- Se ha acusado a Zapatero, y con razón, de ejercer de aprendiz de brujo y de que, con sus arriesgadas iniciativas (Estatuto de Cataluña, negociación con ETA etc.), “no sabe a dónde va”. Ahora bien: lo que suele no entenderse es que Rodríguez Zapatero se siente como pez en el agua en esa situación de no tener un rumbo fijo, de ir decidiendo sobre la marcha, improvisando sus decisiones en el día a día. Nuestro presidente trabaja sin planificaciones definidas, sino que sigue ante todo su instinto político, un táctico “lo que conviene en cada momento” (¿soltar a De Juana Chaos, encarcelar a De Juana Chaos? ¿Permitir que ANV concurra a las municipales, detener a la alcaldesa de Mondragón? Ya lo dijo Bermejo, traduciendo la línea política de su jefe: en cada coyuntura “lo que toque” y “cuando toque”). Esto hace que Zapatero sea imprevisible y más difícil de combatir para un PP tan falto de imaginación como de principios verdaderamente sólidos.
6- Zapatero (y volvemos aquí a su carácter adolescente) entiende la política como un juego. Le encanta jugar a la política. Para él, la política no es un mundo serio de graves responsabilidades, sino un territorio lúdico donde se juega a la guerra, con pistolas de juguete, entre los de derechas (los malos, claro) y los de izquierdas (los buenos, por supuesto). Contra lo que es habitual entre los políticos, a Zapatero le encantan las campañas electorales. Felipe González prohibía en sus cenas íntimas hablar de política. Zapatero nunca haría eso: estaría hablando horas y horas de política, es decir, del juego político. La política real –la gestión de la cosa pública- le interesa sólo relativamente. Lo que de verdad le apasiona es la política como juego de intrigas, reuniones, encuestas, refriegas de partido, campañas, congresos etc.
7- Zapatero es una persona sin vergüenza, o con muy poca vergüenza. Hace cosas que sonrojarían a otros. Por ejemplo, lo de los 2.500 euros, o lo de los posteriores 400, medidas descaradamente electorales, reconocidas como tales hasta por El País. Muchos otros pensarían: “Cómo voy a hacer una promesa tan descaradamente electoralista…”. La diferencia es que Zapatero va y realmente la hace. Esto llena de estupor a los analistas políticos y alimenta el “enigma Zapatero”. Pero Zapatero, como decimos, va y lo hace. Sabe que así –como ya hemos explicado- descoloca, sorprende etc. Y confía en que, al final, ese electoralismo descarado, en vez de delatarle como un charlatán ante los votantes, ejercerá cierta extraña fascinación y jugará a su favor.
8- Zapatero es una persona sin carácter, y en muchos sentidos un auténtico cobarde. Lo ha demostrado todas las veces que ha debido dar la cara, pero ha optado por esconderse en La Moncloa o en Doñana y ha enviado a De La Vega a recibir las tortas y apagar un fuego tras otro. Lo demostró también cuando, tras el bombazo de la T-4, decidió “suspender” las negociaciones con ETA (al día siguiente, el editorialista de El País no sabía cómo defender una actitud tan bochornosa y optó… ¡por no editorializar, directamente por no tocar el tema en el editorial de ese día, ni de los siguientes! El lector puede consultar las hemerotecas). O cuando despachó a Juan José Cortés, padre de Mari Luz, con una simple conversación telefónica, sin atreverse a hablar con él cara a cara. O, también, en el reciente episodio del Playa de Bakio (¿qué mensaje hemos transmitido a los piratas del Índico?).
9- Finalmente, Zapatero, pese a presumir de humildad, no es humilde en absoluto (“Dime de lo que presumes…”). Ahora dice que, tras las elecciones, va a escuchar el mensaje de los votantes y “reconocer los errores”. Traducimos: Zapatero reconoce que, en los pasados cuatro años, ha realizado algunas jugadas demasiado arriesgadas en su particular ajedrez político –como se sabe, Zapatero es aficionado al ajedrez-: jugadas que a punto han estado de salirle mal. En determinados momentos, se ha visto casi acorralado por su imprudencia y, al borde del precipicio, se le han puesto los huevos de corbata. Ahora sabe que, tácticamente, y al menos por un tiempo, es hora de recular y aparecer como “hombre de Estado”. Pero todo esto no tiene nada que ver con reconocer de verdad los errores que uno ha cometido. Zapatero –y no siento placer en decirlo- se ha mostrado, hasta ahora, incapaz de realizar un verdadero acto de humildad, es decir, un acto de grandeza moral. Sabe decir “me he arriesgado demasiado”, pero no sabe decir “he hecho mal y lo reconozco”. No tiene valor para mirarse en el espejo de la realidad y verse como realmente es. Aunque, ciertamente, este es un defecto que comparte con otros muchos políticos: la insuperable dificultad para reconocer un error, pedir perdón por él y, en la medida de lo posible, corregirlo.
Epílogo confuso: entre la esperanza y el pesimismo
Ciertamente, con las anteriores consideraciones no creo haber agotado todo lo que se puede decir sobre José Luis Rodríguez Zapatero. Pero, en conjunto, me parece que sirven para definir de una manera suficientemente correcta el carácter de nuestro actual presidente, a la luz de su actuación pública durante los últimos años: un presidente adolescente, escasamente responsable, poco apto para gobernar un país y que todavía no se ha enterado de que ni la vida ni la política son un juego. Pero tal es el hombre que, en virtud de unas circunstancias azarosas, hoy tiene en sus manos el timón de la nave nacional. ¿El castigo a los pecados nacionales cometidos desde una Transición mucho menos bien hecha de lo que se dice? ¿Némesis vengándose con justicia de una España tan adolescente como su presidente actual? Es probable. Pero en nuestras manos está, ya desde ahora mismo, trabajar para que, en un futuro, España se merezca tener un presidente mejor que el que actualmente tiene. Y ello pese a las desalentadoras perspectivas que vislumbramos tanto en un PSOE hoy feliz y tranquilo como en un PP carcomido por el virus de la mediocridad y la cobardía.