La reciente creación socialista de un “Ministerio de la Igualdad”, aparte de traernos inconfundibles resonancias del mundo feliz de Huxley y confirmarnos una vez más lo cabeza de chorlito y demagogo que es Zapatero, pone de manifiesto uno de los principios ideológicos de la cultura contemporánea: que la mujer, para “ser ella misma” y “realizarse como ser humano”, debe liberarse de su condición femenina. Demasiado tiempo ha sido ese segundo sexo del que habló Simone de Beauvoir. Ahora, en la época del feminismo radical, de lo que se trata es de imponer la igualdad entre los sexos manu militari. O, dicho en castizo, por cojones.
Gobiernos paritarios, listas paritarias, ministras de Defensa a punto de parir, fantasmagóricos y orwellianos Ministerios de la Igualdad. La vicepresidenta De La Vega descolgándose con aquello -¡olé tus huevos!- de que los Premios Príncipe de Asturias, hasta ahora demasiado masculinos, también deberían tener en cuenta el principio de paridad. Y, más allá de tantos episodios chuscos, la idea filosófica de fondo: que, para llevar a cabo la revolución de los valores que ansía el progresismo contemporáneo, resulta esencial desnaturalizar a la mujer. Desvincularla de lo más íntimo de su ser femenino –la relación directa, profunda y misteriosa con la vida a través de la esponsalidad y la maternidad- y convencerla de que ser mujer significa para ella una especie de alienación.
De modo que todos se equivocaban. Se equivocaban la sabiduría tradicional y la experiencia de innumerables generaciones, que percibían intuitivamente una diferencia de esencia entre el hombre y la mujer: iguales en naturaleza, pero distintos en cuanto a la masculinidad y la feminidad. La mujer es vida, el hombre es reflexión –y la reflexión no es superior a la vida: si acaso, más bien lo contrario-. La mujer posee una sabiduría intuitiva de la que el hombre carece (Sócrates instruido por Diótima). El hombre vive hacia fuera, la mujer vive hacia dentro. La mujer sabe amar; el hombre tiene que aprender a amar. La mujer es Desdémona, esposa arquetípica que se entrega a Otelo. Pero no, no, nada de esto. Todos se equivocaban, como Jung al distinguir entre animus y anima. No existen un “alma masculina” y un “alma femenina” -¡cuánta metafísica supersticiosa y retrógrada!-. Vulgata progre y feminista: la mujer no sólo debe liberarse del hombre, sino también de sí misma. La feminidad es para ella un lastre y una cárcel. Sus ovarios representan el estigma de una esclavitud.
Traducción práctica de tales ideas en la sociedad actual: la célebre “liberación de la mujer” y el panorama devastador observable en las relaciones de pareja tras el vendaval de Mayo del 68. Una nueva mujer, liberada, se disponía por fin a ser feliz. Sin depender ya de ningún hombre, sin cifrar su dicha en el matrimonio y la maternidad. Pero el desencanto no tardó en aparecer. El amor se convirtió rápidamente en un intercambio cínico, en un juego prosaico, cuando no en un auténtico campo de minas. Llegó también el retorno de lo reprimido: las mujeres, incapaces de sofocar por completo los anhelos de su corazón, se dedicaron a leer masivamente las novelas románticas de Barbara Cartland. Y, más recientemente, las de Jane Austen (¿cuántas mujeres no habrán soñado con el Darcy de Orgullo y Prejuicio?). Cuando Bridget Jones encuentra a su particular Darcy, nos está diciendo: “No consigo engañarme del todo a mí misma. No me creo el rollo de la felicidad femenina autosuficiente. No quiero más obsesos sexuales, narcisistas, blanditos ni intelectualoides. Como mujer, lo que quiero es un hombre que lo sea de verdad. Un hombre que sepa ser hombre”.
Cuando la mujer ya no encuentra al hombre
Sin embargo, en una sociedad en la que también los hombres están en crisis, con frecuencia la búsqueda resulta frustrante. La mujer busca al hombre equilibrado, estable, sereno, matrimonial -¡que no aburrido!-: al hombre que sabe ser marido y padre. Pero nuestra sociedad está organizada para no producir tal tipo de hombres: ¿dónde están los Darcy, los Sidney Poitier de Rebelión en las aulas, los Henry Fonda de Doce hombres sin piedad? Una cultura que no produce hombres, sino adolescentes, ha convertido al hombre de personalidad estable y madura en una especie en peligro de extinción. Y la mujer que no encuentra al hombre cae en la neurosis afectiva –Ally McBeal- y da lugar a todo tipo de fenómenos aberrantes: las relaciones con hombres mucho más jóvenes que ellas, la prostitución masculina para mujeres maduras, el lesbianismo sustitutivo, la atracción por el “hombre primitivo” y de condición social inferior (árabe, cubano, turco etc.; recordemos también aquel anuncio de unas oficinistas derritiéndose por el torso sudoroso de un joven repartidor de Coca-Cola).
Ante un panorama tan desalentador, nuestra Carmen Alborch quiso, hace unos años, enseñar a las mujeres a vivir solas –como ella misma hace-, es decir, a no entregarse nunca más a ningún hombre. Pero esto es tanto como pedirles que renuncien a su propio ser. Evidentemente, la solución no va por ahí: no se trata de que las mujeres dejen de ser mujeres, sino precisamente de que vuelvan a serlo. Lo cual no significa regresar al ideal victoriano del “ángel del hogar” ni, en general, ningún tipo de vuelta al pasado. La mujer actual debe desembarazarse de los tópicos progresistas que, supuestamente, quieren “liberarla”, pero que, en realidad, representan una cruel agresión contra lo más íntimo del alma femenina. Debe atreverse a volver a ser una mujer “tradicional”, pero serlo de una manera actual y moderna.
Difícil combinación –lo comprendemos- que exigiría replantearse infinidad de cuestiones relativas al matrimonio, la maternidad, el papel de los sexos, el hogar, la educación de los hijos, la profesión, el trabajo fuera de casa, la organización económica y laboral de nuestra sociedad etc. etc. Un desafío complicado y espinoso, sin duda. Pero, ¿acaso no es esto –replantearnos de raíz las bases ideológicas de una sociedad desquiciada y enferma- la mayor urgencia histórica de nuestro tiempo?