No hay cosa que más desconcierte e incomode a la ultra-atea MTV: los miembros de U2, sin discusión la mejor banda de rock de las últimas décadas, son inequívocamente cristianos. Los periodistas de la cadena musical británica –igual que, en España, los de El País- tratan de ocultar o tergiversar el dato de todas las maneras imaginables: ¿cómo es posible que un grupo de rock rabiosamente moderno y con una apabullante creatividad musical crea lo mismo que creen los católicos? ¿Cómo es posible que Bono, líder de la banda, lleve un rosario alrededor de su cuello en vez de, por ejemplo, algún símbolo zen?
La respuesta nos la proporciona el propio Bono en una larga entrevista con el periodista musical Michka Assayas. El cantante de U2, que no es un teólogo, pero se explica maravillosamente, contrapone allí dos conceptos fundamentales: el karma y la gracia. El karma es –podríamos decir- “la ley del mundo”: cada acción, física o humana, produce su correspondiente reacción, una cadena inexorable de consecuencias y efectos. Con una exactitud inmisericorde, el mundo apunta en nuestro debe todas nuestras faltas, mezquindades, errores, pecados y ofensas contra el principio del amor. Ciertamente, el hombre lucha por anotar en su haber méritos espirituales que compensen su ominoso catálogo de actos negativos. Pero la férrea ley del karma resulta ser mucho más fuerte que nuestra débil voluntad. Dice Bono: “Si es el karma quien ha de juzgarme, tengo motivos para estar preocupado, porque he hecho muchas tonterías en mi vida”. Y tiene razón: si es el mundo el que tiene que dictar veredicto sobre nuestra existencia…
Por este camino, el carismático Bono podría terminar –como hacen tantos de nuestros contemporáneos- en el nihilismo, el autoengaño o una escéptica desolación. En síntesis: no hay esperanza, luego aprendamos a vivir –a sobrevivir- sin esperanza. O bien: insistamos en la ilusión humanista que aún cree en el hombre autosuficiente de la era moderna; convenzámonos de que no existe el pecado, o de que la humanidad puede salvarse a sí misma. Pero Bono no cae en esta trampa. Pues sabe que, por encima de la cárcel del karma, está la luz de la gracia. La gracia es el amor de Dios que cancela todas nuestras deudas en el banco del demonio. Y que lo hace no de una forma fácil ni gratuita, sino increíblemente dramática, como explica Bono a un Michka Assayas cada vez más subyugado por las palabras del cantante: Cristo sube a la cruz para cargar con todos los pecados del mundo. Cristo le enseña a Bono que Dios es amor. “Jesús tomó mis pecados en la cruz. Yo vivo suspendido de esa gracia. Y este amor es lo que me hace vivir arrodillado”. Y, entonces, el entrevistador, en un rapto de sinceridad, responde: “Desde luego, esta es una gran esperanza. Ojalá pudiera yo creer en eso…”.
La fe cristiana de U2, el rosario de Bono, sus fotos junto a Juan Pablo II, las abundantes referencias bíblicas en las letras de sus canciones, podrían considerarse como un contundente argumento a favor del catolicismo. Y, ciertamente, son tal cosa. Pero, al menos mi opinión, representan también un desafío. U2 puede definirse como la fe cristiana desprovista de toda beatería y plasmada en unos moldes culturales –en este caso, musicales- absolutamente modernos. No es que Bono y sus compañeros se propongan como objetivo explícito “hacer música cristiana”. Su única intención es hacer música; pero, luego, esa música les sale inconfundiblemente impregnada por una atmósfera cristiana que se transmuta en un universo musical apabullante, intensamente poético, lleno de matices y que compendia toda el espectro de la experiencia humana. Y, sobre todo, ese universo es –también para los estándares de la MTV- moderno a más no poder: fresco, rompedor, electrizante, auténtico. Y en este sentido decimos que U2 significa un desafío para el cristianismo actual: porque la revolución que la Iglesia Católica tiene pendiente consiste en saber ser a la vez absolutamente tradicional (el rosario en el cuello de Bono) y absolutamente moderna (las célebres gafas de Bono).
“Vértigo” o la metafísica de un videoclip
El desafío que plantea U2 se expresa con una fuerza visual avasalladora
en el videoclip de su mega-hit “Vertigo” –rodado, por cierto, en las arenas de Punta del Fangar, cerca del Delta del Ebro-. Allí, sobre el irreal paisaje de una llanura infinita que nos recuerda los desiertos de sal bolivianos, U2 escenifica simbólicamente el drama de la existencia humana: el hombre vive en un mundo enigmático –la llanura sin límites- que se revela como “un lugar llamado Vértigo”, jungla habitada por voces extrañas y donde el suelo se tambalea bajo nuestros pies, como la llanura desértica del videoclip, que en un momento dado empieza a temblar y oscilar. Entonces, oímos la voz más inquietante de todas: “Todo este mundo puede ser tuyo, si me das lo que yo quiero”. Se trata de una evidente referencia a las palabras de Satanás tentando a Jesús en el desierto. “Si me das lo que quiero…”: si me das tu alma, si te postras ante mí, si te liberas de Dios. En ese momento, Bono y sus compañeros se hunden bajo el suelo y descienden a la oscuridad del infierno. Pero un acto que surge desde el abismo de su libertad lo cambia todo: rebelándose contra la tentación -¡ganar el mundo, al simple precio de perderse a sí mismo!-, salen proyectados de nuevo a la luz de la superficie y caen de rodillas, porque –últimas estrofas de la canción-
I can feel your love teaching me how to kneel… es decir, “tu amor me enseña cómo arrodillarme”.
La sociedad actual –MTV incluida-, que hoy prefiere deambular sin rumbo o sentarse en la postura del loto, también tiene que aprender de nuevo a arrodillarse. Bono puede ser un buen maestro para enseñarle cómo. Y para hacerle ver que, entonces, el mundo no “volverá hacia atrás” ni será más mustio o “aburrido” (¿qué mundo puede haber más aburrido que el actual?). Nada de esto, sino todo lo contrario: de rodillas, se descubre un mundo nuevo, transfigurado, lleno de senderos ignotos y luces misteriosas en el cielo. Un mundo como la música de U2 y como los desiertos de sal en el antiplano de Bolivia. En definitiva, un mundo en el que merece la pena vivir.