“No la he votado ni la votaré…”

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Tras esas precisas palabras, el carihuraño y buen actor José Sacristán dijo que se veía obligado a felicitar a Ayuso por su triunfo en Madrid. Buen gesto, el del cómico, al menos.

Curiosa fauna humana, la de los actores. Son personas por lo general de cultura en relación inversamente proporcional a su ascendencia sobre la sociedad y su saber estar ante las cámaras y los micrófonos. A ver, es su oficio. Ser otros, interpretar, memorizar textos, ponerse en el cuerpo y el espíritu de sus personajes. Un oficio nada fácil, meritorio, y que puede dar mucho dinero y fama. Pero no cultura, insisto, por más que algunos hagan de apóstoles de ella, y sobre todo de la política. Más aún si esa política subvenciona sus actividades cuando flaquean los ingresos de los espectadores. Entonces es que desuellan por defender al sistema que los mima y los alimenta bien. Pero insisto en que la reflexión, las horas de lectura y estudio precisas para crearse una densidad mental aceptable y una cultura enteriza y propia resultan difíciles de conseguir en un colectivo que ha de emplear su tiempo en aprenderse papeles, vida social y entrevistas varias. El día tiene veinticuatro horas para todos.

El ejemplo de Sacristán vale no sólo para el colectivo de la farándula, como le llamaba don Quijote, quien decía, recuerden, que se le iban los ojos tras ella. Vale también porque uno, con toda su experiencia vital, o quizá por eso, no se atrevería a decir lo de que no votaré nunca a alguien o algo. Esas palabras ya aherrojan a quien las dice a una posición inmóvil, es decir, reaccionaria, por más que a tal inmovilismo se le coloque la etiqueta de progresista.

Mis amigos y conocidos progres van en la línea de Sacristán, sin ser tan buenos actores. Enemigos reales de la democracia real, no están dispuestos a cambiar de ideas, de forma que inevitablemente conocen ya las conclusiones sociales de cualquier cuestión, y siempre a favor de la interpretación políticamente correcta, claro. Indefectiblemente son lectores cotidianos —eso es vital— del diario progre por excelencia. El sábado santo y el uno de enero eran para ellos días nefastos, lo he podido comprobar más de una vez, al verlos huérfanos de sus periódicas dosis. Verdad es que de esa penuria les ha salvado la prensa digital. Ahora respiran mejor.

Lo peorcito de esa convicción religiosa de posesión de la verdad asoma cuando hay elecciones y la masa votante —la que sí cambia o puede cambiar el voto, como debe ser—, se inclina por la opción de mis queridos progres, y entonces los barandas sociales caen de su lado. Entonces, lógicamente, se alegran de que los demás, otros, claro, cambien de voto, cosas que ellos siguen sin estar dispuestos a hacer. Es decir, el progre, más o menos totalitario, no va a mudar su voto requetenunca, a lo Sacristán, en una envidiable adivinación de su vida futura que a otros ignorantes mortales se nos oculta. Pero considera que otros miembros de la sociedad sí que deben mutar su opción, es decir, que el país para ellos se divide en realidad en dos, los tocados por el santo espíritu avanzado que no se moverán de donde están, pase lo que pase, y los votantes mutantes que podemos cambiar, hacia su opción, claro, pero devenimos en horda de descerebrados facciosos cuando no la seguimos. Con los comentarios sobre lo de Madrid se ha visto claro. Esa autoridad moral de la izquierda inmovilista en sus votos y propósitos crea pues un clasismo añadido en la sociedad, una clara división en las dos castas de quienes cambian el voto y los que no. Que justo esos aferrados al voto consigan gobernar gracias a quienes cambian de opinión según lo que ven y experimentan, carece de importancia. Ese concepto fanático de la política —la palabra viene de fanum, templo, recuerden— es una concepción absolutamente religiosa. Eso sí, no les diga usted eso a quienes la practican, porque tan hondo tienen metido el mecanismo que ni lo pueden detectar. Anda en su disco duro, y la información que les llega al respecto está analizada por ese disco duro de base. Suele pasar con las personas muy metidas en cualquier fe. Todo lo analizan desde sus dogmas, con lo cual la crítica a estos resulta inútil. Y poca gente he visto más religiosa y fanática que el progre de oficio. Hasta el punto de que cree que ve religiosos y fanáticos a los contrarios. Aquello de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio, recuerden. Pues eso, y encima, clasistas a fondo respecto a las opciones del resto de sus paisanos…

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