El dilema de Froilán: ¿Puede un niño ir a los toros?

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La coalición nacionalista-zapaterista ha cargado contra el duque de Lugo por llevar a su hijo a un espectáculo tan violento y cruel. Y más de una voz ha clamado, con santa indignación, para que se extienda a todo el territorio nacional la recién estrenada norma de la Generalitat que prohíbe a los menores de catorce años el acceso a las plazas de toros en Cataluña.
 
Entre tanta falsa sensibilidad, Juan Manuel de Prada –una de las pocas mentes con sentido común que aún no han sido completamente vetadas en televisión– ha dicho bien claro lo que debería ser obvio: que los toros forman parte sustancial de la cultura española, y que no hay nada de malo en que un niño vaya con su padre a una corrida. Independientemente de la opinión que a uno le merezca Marichalar (por quien el autor de estas líneas no siente especial simpatía), hay que defender su evidente derecho a llevar a Froilán a los toros, que no son ese “espectáculo cruel” que ahora nos dicen, igual que, por ejemplo, la caza no puede calificarse como un entretenimiento para sádicos. Incluso habiéndose perdido gran parte del simbolismo originario relativo al toro (pensamos en los ancestrales ritos tauromáquicos dentro la cultura cretense), todavía hoy una corrida de toros representa un microcosmos cuya liturgia expresa nada menos que la esencia de la cultura humana: la lucha del hombre contra las fuerzas oscuras de la tierra y la noche, simbolizadas en el mundo hispánico por el toro.
 
El escenario circular de la plaza, el sonido de los trompetines, la salida bravía del toro-minotauro, la soledad del torero ante los cuernos del monstruo, la audacia de los banderilleros, el arte de la muleta, el parapeto de los burladeros, la suerte de varas, los quites de los subalternos, el susto del morlaco que a veces salta por encima de la barrera, el momento crucial de la estocada, la vuelta al ruedo, los pañuelos en los tendidos, etc., etc.: todo esto y mucho más conforma ese espectáculo que fascinó a Hemingway y a Orson Welles; también, a Picasso y a los poetas del 27, entre los cuales García Lorca llegó a decir que los toros significaban la mayor riqueza poética de España. Las crónicas del día nos han relatado cómo el pequeño Froilán, sin expresar gesto alguno de horror, siguió con gran interés el desarrollo de la corrida y hacía continuas preguntas a su padre. Como es lógico y normal.
 
España fofa
 
Entonces, ¿dónde está el problema? Pues el problema está en esa España desnatada, pasteurizada y descafeinada, en ese nihilismo fofo, en esa mariconería posmoderna, que siente un enorme desagrado no ya simplemente ante la fiesta de los toros y otros “espectáculos violentos e intolerables”, como el boxeo, sino ante las realidades “demasiado reales”, demasiado llenas de vida, demasiado auténticas. Se quiere proteger a los niños frente a ellas porque, al entrar en contacto directo y real con las realidades fundamentales de la vida –el amor, la alegría, el sacrificio, la belleza y la muerte-, el niño accede a una experiencia intuitiva del carácter sagrado del mundo y su corazón, sacudido por el fuego y el viento de lo real, tal vez se sitúa, de alguna manera, ante el horizonte misterioso de Dios. Y claro, la dictadura nihilista no puede permitir tamaño desacato a su tiranía. Hay que prohibir a los niños ir a los toros por la misma razón por la que debemos expurgar los cuentos tradicionales de sus elementos “demasiado violentos” (¿un lobo que se come a Caperucita?) o políticamente incorrectos (¿un Príncipe que despierta, con su beso, a la Bella Durmiente?).
 
Los niños tampoco pueden asistir a las últimas horas de su abuelo moribundo, ni presenciar cómo su ataúd es colocado en la tumba mientras el sepulturero del pueblo reza solemnemente un padrenuestro. Por supuesto, los juguetes bélicos –también las clásicas espadas de plástico- están absolutamente contraindicados: ¿cómo admitir eso de creerse el Capitán Trueno repartiendo mandobles contra los malvados sarracenos o los esbirros de Fu Manchú? Y, bien mirado, a lo de entrar en una simple iglesia también se le puede oponer serios reparos: para empezar, allí hay unos crucifijos muy feos con un señor agonizando que dicen que era no sé quién que vino al mundo para no sé qué…: ¿no resulta evidente que los crucifijos son especialmente aptos para provocar un profundo trauma infantil? Si Chaves se ha atrevido a suprimir las capillas en los nuevos hospitales andaluces –signo apocalíptico, inaudito, digno de que España, o lo que queda de ella, se pusiera inmediatamente en pie de guerra-, ¿por qué no ir pensando en prohibir la entrada en las iglesias a los menores de catorce años? Cosas veredes…
 
La trilogía sacra del progresismo
 
En fin, el caso es que así vamos; y así, claro, nos luce el pelo. Desde hace décadas, venimos agilipollando a nuestros niños con una educación y un ambiente cultural esterilizados, desinfectados, expurgados de elementos “demasiado fuertes”. Supuestamente, para crear una generación de adolescentes democráticos, civilizados y tolerantes. Pero, en la práctica, esta cultura monstruosa que nos rodea ha creado una juventud entregada a la trilogía sacra del preservativo, el porro y el botellón. Admitamos, eso sí, un importante logro: al menos, los chicos de los institutos manifiestan un gran interés por la cultura audiovisual y hacen sus pinitos creativos con el móvil, grabando palizas a sus compañeros más débiles y vejaciones por cinco euros a drogadictos y mendigos. Es que, como dice Zapatero, estamos ante la generación joven más culta de nuestra Historia… teniendo en cuenta, claro, “de dónde veníamos”.
 
Veníamos de una España con sus luces y sus sombras, pero en muchos aspectos preferible a la actual. Una España, por ejemplo, donde los padres iban con sus hijos a los toros, como Marichalar con su Froilán, y se veía como la cosa más natural del mundo. En la hora presente, no se trata, por supuesto, de volver a esa España pretérita –los regresos nostálgicos al pasado son imposibles, salvo en el territorio de la ensoñación y la memoria-. Pero sí de crear una nueva España que recupere lo mejor de su tradición y, a la vez, se proyecte hacia el futuro de una manera absolutamente moderna. Algo que, por cierto, no vamos a conseguir con la actual censura de lo políticamente correcto. Una censura que no va sólo contra los toros, sino –entiéndase bien- contra todo lo que sea demasiado auténtico, demasiado profundo y demasiado real.

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