El Chiki-chiki: Eurovisión convertida en Frikilandia

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ANTONIO MARTÍNEZ
 
España entera está de enhorabuena: Rodolfo Chikilicuatre nos va a representar en Eurovisión. Y digo de enhorabuena porque corre el rumor de que la mente perversa de Andreu Buenafuente acarició en algún momento la idea de reunir, como grupo aspirante a la gloria eurotelevisiva, lo más granado del frikismo nacional de los últimos años, que da para mucho: ¿se imaginan ustedes a Paco Porras, Aramís Fuster, el Risitas, Aída Nízar y la Veneno bajo la sabia dirección musical de Leonardo Dantés? ¿Qué otro candidato podría oponerles la menor resistencia en la era democrática del televoto? Así que lo dicho: que el jeta del Chikilicuatre, cantante lo que es cantante no será, pero, por lo menos, es un profesional en lo suyo (aunque, en realidad, ¿qué es lo suyo? Ya ven: el tema del chiki chiki, aparentemente tan banal, nos sume en las más inesperadas perplejidades filosóficas).
 
Bromas aparte, es evidente que la elección de Rodolfo Chikilicuatre divide hoy apasionadamente a la sociedad española, incapaz tal vez de abordar debates más serios. ¿Vamos a hacer el ridículo en Eurovisión? Por supuesto; pero, siendo sinceros, no mucho más que el año pasado, cuando enviamos nada menos que a D-Nash, unos maromos de gimnasio macarrónico, reencarnación cutre y extemporánea de los ultraolvidados Backstreet Boys. Y, ¿qué decir de las otras canciones candidatas de este año y que llegaron, como Chikilicuatre, a la final del concurso de Televisión Española Salvemos Eurovisión (¡qué genial ironía en este título!)? Pues que, como prácticamente todas sus predecesoras de los últimos años, no pasaban de ser cancioncillas insulsas de una vulgaridad musical apabullante: como diría Rafa, el profesor más hot de Fama (Cuatro), eran auténticas supercagadas. De modo que cuando, de todos modos, Eurovisión ya no es ni sombra de lo que fue, y cuando, en realidad, ya nadie sabe muy bien lo que es, ¿por qué no dejarnos de remilgos anacrónicos y, mandando al Chikilicuatre, por lo menos llamar la atención y echarnos unas risas?
 
Porque, como decía Dylan, también hoy los tiempos están cambiando. En una época ya remota, el certamen de Eurovisión significaba uno de los grandes acontecimientos televisivos del año y las televisiones participantes procuraban –no siempre con éxito- enviar canciones de cierta calidad para representar con honor a su país. En una Europa que todavía era sólo -¡ay!- un simple Mercado Común, Eurovisión constituía un modesto símbolo de incipiente integración afectivo-cultural a través de la música. Básicamente, había dos tipos de canciones: las románticas y las festivaleras. Los franceses mandaban canciones intimistas; los irlandeses, sus baladas de siempre; los británicos, cosas más pop. Uno sabía a qué atenerse y, hasta cierto punto, el mundo aún estaba en orden. Desde luego, Eurovisión no era la repera de la calidad musical, pero se solía mover a un nivel digno y, en ocasiones, excepcional: en 1974, ABBA ganaba el concurso nada menos que con Waterloo. En cuanto a España, a veces rayamos a gran altura. En 1968, Massiel ganaba con esa gran canción que fue el La la la. En 1973, Mocedades casi vence con la hermosa melodía del Eres tú. Y todavía en 1991, Sergio Dalma hacía un papel más que honroso con ese clásico de la música española contemporánea que es Bailar pegados. Pero fue acercarse el final del milenio y, como por arte de encanto, desaparecer todo atisbo de calidad: desde hace ya muchos años, enviamos canciones de medio pelo y los twelve points ya nunca son para nosotros. Aunque, de todos modos, y como decíamos, Eurovisión ya no es lo que era. Es que el mundo gira muy deprisa: times are changing
 
Sí: changing y más que changing. Eurovisión no podía permanecer inmune a la transformación del universo televisivo, que es su matriz natural y, a la vez, refleja la evolución del clima cultural y social europeo. Los años 90 asistieron al nacimiento de los realities. La gente empezó a mamporrearse en los platós y a desnudar sus intimidades en los talk shows (“Estoy enamorado de la madre de mi mujer”, “mi marido se pedorrea mientras hacemos el amor”, y otras cosas así). Llegó ese experimento sociológico que es “Gran Hermano”. En España, Boris se bajó los calzones y nos enseñó sus feas nalgas en el programa-happening de Sardá. Y la gente, oye, se rió un montón. El vivo del Sardá también: se hizo millonario. Luego, llegaron las alcachofas asesinas del Tomate a la caza del famoso aeroportuario. La era del vacío de Lipovetsky alcanzaba su clímax más desvergonzado con una Navidad que empezaba a principios de noviembre en El Corte Inglés. La Reina de Inglaterra era pillada comiendo en el tupperwear –léase “táper”- de Los Roper. Los franceses, hartos de hipocresía, se echaban al monte y tumbaban ese hermoso Pudo Ser y No Fue de la Constitución Europea, parido por los eurócratas en la encantadora Bruselas (hoy, como se sabe, gran prostíbulo continental gracias al funcionariado comunitario). Y, claro, Eurovisión, que no quiere ser un concurso elitista, que quiere estar pegada a la realidad de su tiempo, no podía sino reflejar de algún modo todos estos cambios.
 
De Eurovisión a Frikivisión
 
Y lo consiguió; vaya si lo consiguió. El momento clave llegó en 1997, con la introducción del televoto como sistema para elegir a la canción ganadora: pues ya se sabe que, desde que les das a las masas democráticas el poder, todo es posible. El jurado tradicional era una cosa carca, casposa y completamente demodé. Que vote el pueblo europeo desde sus casas, mientras el ketchup de la hamburguesa le chorretea sobre el sofá. Y, en efecto, el pueblo votó. En 1998 ganó el transexual israelí Dana Internacional gracias al televoto y gracias a la transexualidad (la canción fue lo de menos). Y, desde entonces, los países de Europa Occidental, haciéndose cargo del pampaneo, acompasándose al nuevo espíritu de los tiempos, comprendieron que había que cambiar el chip. Ya no resultaba necesario andar con enfadosos tapujos: al mismo tiempo que Damien Hirst era encumbrado al estrellato del arte contemporáneo con su vaca hecha rodajas, y obedeciendo a la misma lógica, Eurovisión se convertia en Frikivisión, dando origen al país virtual de Frikilandia. Y, claro, lo lógico y normal es que a Frikilandia se manden frikis. En 2006, Finlandia envió al friki-grupo heavy Lordi, con sus espantosas máscaras de demonio, y ganó. Este año, Irlanda manda a la versión celta de la Gallina Caponata (corre el bulo de que pondrá un enorme huevo verde sobre el escenario, y que de él saldrá un homúnculo fabricado en secreto por los raelianos en colaboración con el biotaumaturgo Craig Venter. El homúnculo eructará y se marcará un rap). Y la España -¿Expaña, como dice algún malasombra por ahí?- de ZP, nuestro gran presidente friki, no podía quedarse atrás: ya se sabe que, al menos en cuanto a cultura y avances democráticos, somos la rehostia y estamos a la vanguardia del mundo mundial. Llegada la hora de rendir un servicio crucial a la patria, sólo los valientes se atreven a dar un paso al frente. Es lo que, desde los proto-paisos catalans, ha hecho nuestro gran Andreu Buenafuente: enviar, como campeón de la Nación Española, al valeroso caballero Rodolfo de Chikilicuatre. Al bueno de Andreu le deberemos que, en Frikivisión 2008, por lo menos a frikis no nos pueda ganar nadie.
 
Postdata: los países bárbaros del Este –Turquía, Ucrania etc.-, aún insuficientemente instruidos en el nihilismo friki, mandan a Eurovisión a turgentes Xenas que, apoyadas en potentes coreografías, cantan un pop mezclado con ritmos zíngaros, orientales y balcánicos y encantan al personal. El paradigma es la ucraniana Ruslana, ganadora de 2004 con sus Wild Dances. El futuro pertenece a los bárbaros, sus gargantas bravas y sus genes vigorosos. Y por cierto: como lo cortés no quita lo valiente, reconozcamos que, en cuanto que producto de márketing, el chiki chiki es una genialidad. Yo mismo me sorprendo tarareándolo a todas horas por los pasillos de mi casa. Y hasta hago –sí, sí-, junto con mi mujer, lo del maikeljackson y el robocop. Pero es que tenemos un bebé de siete meses y de alguna manera hay que entretenerlo.

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