En 1984, Philip Gröning, un joven director de cine alemán, dirigía al monasterio cartujo de Grenoble, enclavado en plenos Alpes franceses, una petición singular: solicitaba permiso para rodar un documental sobre la vida de los monjes. Las autoridades de la Orden contestaron de manera igualmente singular: “Es demasiado pronto”. Tal vez más adelante. No hubo, pues, una negativa rotunda. Pero era conveniente esperar. Y así sucedió, en efecto. Hasta que, en 1999, cuando Gröning ya casi había olvidado su antiguo proyecto, recibió la autorización para el rodaje. Bajo estrictas condiciones, eso sí: debería estar él solo, observar la regla del silencio, no interferir en la vida de los monjes y participar, como uno más, en los ritmos diarios de la vida monástica. Y fue de este modo como finalmente, entre 2002 y 2003, se filmó “El gran silencio”.
El resultado es de sobra conocido: el austero documental de Gröning se ha convertido en una de las grandes sensaciones cinematográficas de los últimos años. Éxito de público y de crítica, “El gran silencio” ha puesto de manifiesto una de las mayores contradicciones del mundo actual: una sociedad charlatana, superficial y ávida de sensaciones nuevas experimenta la necesidad de reencontrarse con el silencio, la interioridad y la contemplación. El espíritu de nuestro tiempo nos invita a evitar el silencio y otras muchas cosas: pensar en la muerte, hablar en público de Dios, defender convicciones profundas sobre la vida, acordarnos de nuestra alma, preguntarnos por el sentido último de nuestra existencia. Las grandes palabras –verdad, belleza, misterio, amor, fe, dolor- han quedado hábilmente censuradas. Hay que evitar todo contacto auténtico con las realidades fundamentales de la vida, porque son demasiado verdaderas. Los sentimientos demasiado intensos resultan peligrosos, como decía la esposa de Montag en Fahrenheit 451. Inventemos, pues, un nuevo concepto de felicidad a base de euforia, activismo, hedonismo multiforme, ironía y sentido del humor. Riámonos de todo para no pensar en nada. La sociedad posmoderna sabe lo que se hace. Ha identificado por fin a sus verdaderos enemigos. El silencio es uno de ellos. Ese silencio embarazoso en el que nos quedamos a solas con nosotros mismos y vislumbramos unos abismos que nos aterran. La sociedad moderna, auténtica “civilización del ruido”, puede entenderse como una gran pantalla que, generando continuamente estímulos de todo tipo, nos protege contra el silencio de esos abismos.
Sin embargo, son precisamente tales simas del mundo y del ser las que nos constituyen como auténticos seres humanos. Y, por eso, incluso bajo la vigilante tiranía de una cultura que nos quiere ahorrar el dolor de ser hombres, nuestros contemporáneos sienten una profunda nostalgia por ese silencio que hoy hemos perdido. Los alpinistas –en quienes no es raro encontrar un sentimiento místico del mundo- lo buscan en la soledad de las grandes cumbres. Otros, en los CDs de gregoriano mezclado con ritmos pop, en las casas de turismo rural, en los SPAs, en los lofts o en los jardines zen adaptados para uso del narcisismo occidental. Y, sin embargo, resulta evidente que el silencio de los cartujos posee un significado cualitativamente distinto de todos estos “silencios con minúsculas”. Los volterianos de todas las épocas, los espíritus fuertes, los adalides del anticlericalismo ilustrado, han enmudecido siempre ante la impresionante figura de un cartujo que, recluido en su celda, pasa día tras día y año tras año, hasta su muerte, dedicado al silencio, el trabajo y la oración. Ante él, avergonzados y confusos, bajan los ojos y se baten en retirada. Y ello porque el hombre moderno, adorador de la Diosa Razón, sabe que él mismo le tiene miedo a su propio silencio. No se atreve a quedarse a solas consigo mismo. Por este motivo, su mente engendra un incesante tropel de ideas y conceptos: para que el ruido del pensamiento le defienda frente al misterio del silencio, al que no se atreve a enfrentarse. Intuye confusamente que, en ese abismo, existen unas profundidades que le superan y que, en consecuencia, necesita negar. Decía Pascal que “el último paso de la razón consiste en reconocer que existen cosas que la superan infinitamente”. Es este paso el que el humanismo moderno evita a toda costa.
Un signo de los tiempos
Sin embargo, y como decíamos, nuestros contemporáneos añoran el silencio que hoy hemos perdido, y con el que, en la Era de la Técnica, se nos ha ido también ese sentimiento místico de la vida del que hablaba Wittgenstein. En este sentido, “El gran silencio” –al igual que “La Pasión de Cristo”, de Mel Gibson- puede considerarse un signo de los tiempos. Estamos llegando a la época de las decisiones definitivas, en la que los hombres se verán obligados a poner todas sus cartas boca arriba. Contra las lecciones de la Historia, Ignacio Ramonet y todos los altermundistas de un humanismo tardío repiten, desde la izquierda, que, frente a la aparente solidez indestructible del Sistema, “otro mundo es posible” mediante la transformación de las estructuras sociales, políticas y económicas. Pero los cartujos que nos muestra Philip Gröning tienen otra respuesta: que, en efecto, “otro mundo es posible”, pero sólo desde lo más profundo del corazón de Cristo. El silencio de los cartujos constituye un camino hacia ese corazón. Y significa también, además, la clave para una radical metamorfosis metafísica del mundo en la que, gracias al silencio -y como sucede en el documental de Gröning-, las cosas recuperan su antigua intensidad: el rumor del viento entre los árboles, la nieve cayendo sobre las montañas, el agua que gotea sobre la piedra, las palabras mismas que pronuncian los hombres. Si prescindimos de este núcleo espiritual, toda tentativa de construir “otro mundo” está irremisiblemente condenada al fracaso.
Cuenta una historia que, tras el Vaticano II, en la turbulenta época del posconcilio, cierto cura asistía, desalentado, a la continua pérdida de feligreses que sufría su parroquia. La iglesia se iba quedando cada vez más desierta. Entonces, el buen cura pensó que tenía que hacer algo innovador para atraer a la gente del barrio. Junto a unos cuantos bienintencionados colaboradores, organizó tómbolas, charlas, festivales, grupos de jóvenes, excursiones y actividades de todo tipo. Pero la gente, ocupada en sus cosas, seguía sin ir. Y, cansado de tanto esfuerzo inútil, tiró la toalla y, a partir de cierto momento, se limitó a leer su breviario, día tras día, sentado sobre un banco de piedra que había junto a la puerta de su iglesia. En un silencio tranquilo y recogido, sin prestar ni la más mínima atención a los transeúntes que pasaban frente a él. Y fue entonces cuando la gente, intrigada por aquel hombre extraño que parecía vivir en un mundo distinto del suyo, volvió a acercarse de nuevo a la parroquia.
Los cartujos de la Grande Chartreuse de Grenoble –lo ha explicado el propio Philip Gröning en una entrevista- no se preocupan en absoluto de atraer a nadie. Ellos hacen lo que siempre han hecho: guardar silencio y buscar a Dios. Y, al hacer esto, mantienen encendido el fuego en el corazón espiritual del mundo. Es esta intuición la que, transmitida con maestría en “El gran silencio”, ha provocado el enorme éxito del documental. Europa, enferma de ruido y vacía de espíritu, necesita redescubrir en el silencio el misterio del mundo. ¿Otro mundo es posible? Sí, en efecto. Y el silencio de los cartujos es la puerta para acceder a él.