La parábola del anciano labrador

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Cuenta cierta historia que existió una vez un labrador que tenía tres hijos muy vagos y holgazanes, los cuales llevaban una vida irresponsable de juergas y francachelas. El buen hombre sufría mucho al ver cómo sus hijos despreciaban la educación que él siempre había intentado inculcarles. Pasaron los años y un día el labrador, ya anciano, enfermó gravemente. Comprendiendo que estaba a punto de morir, llamó a sus hijos junto a su lecho y les dijo: “Hijos míos, durante todos estos años os he ocultado que en nuestro campo tengo enterrado un gran tesoro. Apresuraos e id a buscarlo, no sea que otros se os adelanten”. Y, dicho esto, expiró.
 
Sin perder ni un momento, los tres hermanos se fueron al campo y empezaron a cavar. Cavaron sin descanso durante días, semanas, incluso meses: sin desfallecer en su esfuerzo, pues sabían que un hombre tan justo y recto como su padre no podía haberles engañado respecto a un asunto de tal importancia. Y fue tanto y tanto lo que cavaron, que la tierra del campo, esponjada y removida por su trabajo, dio aquel año una gran cosecha. Entonces comprendieron los hijos cuál era el tesoro que les había dejado su padre.
 
Esta pequeña historia, como tantas otras, se presta a muy distintas interpretaciones. Nosotros vamos a tomarla como una parábola que simboliza la situación en la que se encuentra frente a la vida el género humano. El anciano labrador es el hombre que vive en el mundo de la sabiduría y de la humildad. Sus tres hijos representan al gran número de seres humanos que pretenden pasar su existencia volcados en la realización de sus deseos y en la persecución del placer. El campo es el mundo, que les reclama como trabajadores. Y el tesoro significa el sentido de la vida, el secreto que nos revela la clave más escondida de todas las cosas y que, en definitiva, nos enseña a vivir.
 
Todas las civilizaciones tradicionales, y desde luego también la civilización cristiana, han creído en la existencia de ese tesoro. Generación tras generación, en medio de circunstancias históricas muchas veces difíciles e incluso trágicas, los hombres confiaban ingenuamente en que el tesoro del que habla este cuento era una indudable realidad. Creían que, siempre que un ser humano pone todo su corazón en hacer cualquier cosa, cada mañana que se levanta con fe a seguir cavando el campo del mundo, está un poco más cerca de encontrar el tesoro. Es más: igual que en el cuento, los hombres experimentaban cómo el propio trabajo de cavar se transformaba ya en parte misma de ese tesoro. Y, además, cavando día tras día en pos de su ansiado objetivo, educaban su alma por medio de la paciencia y el trabajo. Su fe en que la vida esconde un misterioso sentido hacía que, aun en un mundo oscurecido por las incoherencias y contradicciones del corazón humano, brotara de sus vidas un indefinible resplandor donde, de alguna manera, todas las cosas se reconciliaban. Como dice cierta frase, los hombres de aquellos tiempos creían que lo que hacemos en el tiempo tiene un eco en la eternidad.
 
Cuando un mundo pierde su antigua fe
 
La gran tragedia del mundo moderno, y muy especialmente de la época actual, es que los hombres de hoy están dejando de creer que el tesoro del cuento exista realmente. Adoctrinados por una ciencia sin alma, piensan que el universo consiste en una danza cósmica de energía indiferente a nuestros sufrimientos y esperanzas. El mundo, caos dionisíaco sin rostro, gira sin cesar en un flujo de radiaciones y ondas cósmicas que nos envuelve sin conocernos. El devenir circular del mundo no se dirige a ninguna parte. El viejo Nietzsche, ebrio de la gaya sabiduría de Zaratustra, encontraba en este giro eterno del mundo un motivo de insuperable alegría. Pero el hombre occidental de hoy ya no cree en los antiguos profetas. Perplejo, desorientado, ciclotímico –ora eufórico, ora de un humor funesto-, la melancolía se le ha convertido en una compañera inseparable que no siempre se consigue disimular. Desengañado de todo, sabe que no puede haber nada realmente nuevo bajo el sol. El mundo gira. La vida pasa. El río de Heráclito fluye hacia el océano de la nada. El universo es un infernal circuito cerrado de materia y energía. La entropía crece. Náufragos del universo, navegamos sin rumbo en mitad de la noche. Partículas inestables y tornadizas, nos movemos al capricho del azar, siguiendo la dinámica imprevisible del movimiento browniano. Nuestro yo…, bueno, ¿qué es realmente nuestro yo? Una conjunción pasajera de elementos incoherentes que fingen una frágil apariencia de estabilidad. Estamos hechos de arena condenada a disgregarse. Somos como la hojarasca agitada por el viento del otoño. La antropología budista es la que mejor nos revela nuestro ineluctable futuro: nuestro yo está destinado a deshilacharse, terminando así con una farsa tan cómica como deprimente. Y en estas condiciones se nos pide, como a los tres hijos del cuento, que cavemos y cavemos el campo del mundo. Pero, ¿para qué? Bueno: guardemos las apariencias. Hagamos como que cavamos. Desempeñemos pasablemente nuestro papel en la gran comedia del mundo. Pero sin entusiasmo, sin fe, sin alegría. Mordisqueando la vida como quien, sin hambre, come por aburrimiento. Y, mientras tanto, divirtámonos y distraigámonos tanto como podamos. Experiencias, sensaciones, novedades. Estímulos y más estímulos para un epicureísmo sin esperanza. Y sobre todo, por encima de todas las cosas, ¡evitemos que nos hagan pensar!
 
Esta es la gran tragedia de una civilización que ha perdido su antiguo heroísmo y su ingenua fe en que, efectivamente, en el vasto campo del mundo hay escondido un gran tesoro. El enorme desafío que hoy se nos plantea consiste en recuperar, individual y colectivamente, esa fe. ¿Qué cambiará entonces, se nos pregunta? Pues algo de todo punto fundamental. Porque, cuando esa fe alienta en el espíritu de un hombre, despiertan de nuevo sus energías más profundas y se enciende una misteriosa luz en la lámpara de su alma. Se enciende entonces el auténtico fuego del espíritu y los ojos de ese hombre empiezan a brillar de otra manera. Y entonces, claro, cambia todo. Se cruza una frontera decisiva y nos convertimos en exploradores y peregrinos de un hasta entonces ignoto continente de la existencia. Podemos decir, con rigurosa propiedad, que en ese momento todo un mundo vuelve a nacer. Y a nosotros nos corresponde recorrerlo como pioneros y llenarlo con la sustancia de nuestra vida. Lo cual, por supuesto, es absolutamente maravilloso.

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