Cuando la posmodernidad llega al Everest

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Todos los alpinistas que lo son de verdad están de acuerdo: el Everest ya no es lo que era. Hasta la década de 1980, escalar el Everest aún significaba una gesta. Hoy, cuando más de cien expediciones alcanzan cada año la cumbre, lo que antaño representaba una hazaña épica se ha convertido casi en un logro vulgar, cuando no en un circo mediático. Millonarios caprichosos pagan sustanciosas sumas para que un equipo de montañeros, convertidos en mercenarios del alpinismo, les lleven hasta la cima. Las cámaras de televisión, ese demonio contemporáneo que todo lo mancilla, prácticamente han retransmitido en directo -¿para qué?- la coronación de la cumbre. El problema de la basura acumulada a lo largo del trayecto de ascenso se agrava sin cesar. Numerosas expediciones meramente comerciales desvirtúan el sentido originario de la ascensión al techo del mundo. Definitivamente, se ha perdido el aura de romanticismo que antaño rodeaba a la aventura del Everest.
En cambio –dicen-, ¡qué buenos tiempos aquellos de los años cincuenta! Entonces, el alpinismo todavía constituía una empresa épica, heroica, viril. Franceses, suizos y británicos pugnaban por vencer la orgullosa resistencia del techo del mundo. En 1952, los suizos se habían quedado a un paso de la cima. En 1953, les tocaba el turno a la expedición británica. Y, al fin, utilizando unos medios materiales que hoy juzgaríamos completamente primitivos, el 29 de mayo el neozelandés Hillary y el sherpa Tenzing plantaron su huella sobre el punto más elevado de la Tierra. La noticia dio de inmediato la vuelta al mundo. Gran Bretaña, en curso por aquel entonces de perder los últimos territorios de su inmenso imperio, recuperaba, gracias a esta gesta, parte de su orgullo nacional. Y, del mismo modo que cuando Armstrong holló en 1969 la superficie virgen de la Luna, la Humanidad parecía haber dado en el Everest un gran paso adelante.
 
O tal vez no. Tal vez la profanación actual del Everest, su actual conversión en un objeto de consumo narcisista para el montañismo comercial, tuvo su génesis secreta en la misma jornada, supuestamente gloriosa, del 29 de mayo de 1953. Porque a ver, vayamos a la letra pequeña del momento: ¿qué hicieron Hillary y Tenzing inmediatamente después de coronar el Everest, y qué sentido vieron en su hazaña? El relato de los protagonistas nos lo descubre: el sherpa Tenzing, para quien el monte Everest se llamaba realmente “Chomolungma” (“Diosa Madre de la Tierra”), hizo sobre su cima una ofrenda a los dioses. En cambio, el primer impulso de Hillary consistió en hacer una fotografía, es decir, en realizar un acto perfectamente fútil y profano. Bien es cierto que, después, conmovido por la actitud religiosa que mostraba su compañero, Edmund Hillary depositó sobre la nieve un pequeño crucifijo que le había entregado John Hunt, jefe de la expedición británica. Pero su primer y más espontáneo impulso consistió en “inmortalizar el momento” con su cámara fotográfica, omitiendo cualquier acto de naturaleza simbólica. Con tal antecedente, resulta comprensible que la primera frase –vulgar y brutal- que dirigió a sus compañeros tras regresar al campo base fuera: “¡Hemos vencido a este bastardo!”. En cambio, los demás sherpas miraban a Tenzing como a un ser casi divino que había estado en la morada de los dioses, y alguno de ellos ni siquiera se atrevía a tocarlo. Las clásicas consideraciones de Rudolf Otto en torno a lo santo resultan aquí de obligada evocación.
 
De modo que el actual desprestigio de la ascensión al Everest ya comenzó a gestarse en su misma conquista originaria, cuando Edmund Hillary coronó el Everest sin saber realmente por qué lo hacía, cuál era el sentido profundo de su hazaña. Ciertamente, la proeza deportiva en sí misma –superar las enormes dificultades que entraña la empresa, ir más allá de los límites de las fuerzas propias, hacer algo que nadie había logrado antes- aporta un sentido al esfuerzo titánico que supone subir al Everest. También influye la moderna mentalidad del record: escalar el Everest es “más trascendental” que vencer al Lhotse o al K-2, unos cientos de metros más bajos que el gran gigante del Himalaya. Pero, más allá de esto, Hillary, típico representante de la moderna mentalidad occidental, no se hacía grandes preguntas sobre el sentido de su gesta. Como mucho, tal sentido se identifica con la conocida obsesión de Prometeo: glorificar al hombre que domeña a la Naturaleza y se enseñorea del mundo. En cuanto a un significado más profundo que transcienda este sentido…, bueno, ¿acaso lo hay?
 
De la gesta alpinista a la vulgaridad
 
El “alpinismo legendario que conquistó el Everest” es más una creación a posteriori que una realidad efectiva. Atribuimos al Hillary de 1953 un heroísmo romántico que es, ante todo, fruto de nuestro deseo y nuestra imaginación. Proyectamos sobre él lo que querríamos que hubiera existido: un “alpinismo filosófico” lleno de sentido y que no se limita a conquistar cumbre tras cumbre sin saber por qué ni para qué. Pero el horizonte de quien después sería sir Edmund Hillary, caballero del Imperio Británico, no iba más allá de la euforia que implica llevar a cabo una gesta deportiva.
 
Aun así, y como antes decíamos, hasta la década de 1980 “escalar el Everest” siguió considerándose como una hazaña heroica con un puesto de honor en los teletipos. En el mismo 1980, el alemán Reinhold Messner, asceta de las montañas, intentó recuperar la esencia más pura del alpinismo escalando el Everest en solitario y sin oxígeno. Pero la falta de sentido del mundo contemporáneo, ya implícita en la jornada del 29 de mayo de 1953, tenía que acabar por hacerse plenamente manifiesta: es lo que sucede cuando la posmodernidad llega al Everest y lo desprestigia hasta límites inimaginables. La mentalidad típica del turista occidental ha llegado al techo del mundo. La basura acumulada en sus laderas constituye todo un signo de los tiempos. El Everest, como tantas otras realidades, se encuentra hoy profanado y desacralizado: el demonio posmoderno utiliza, ante todo, el arma de una ironía corrosiva que, como no considera que nada sea sagrado, se cree con derecho a reírse de todo. El colmo de esta tendencia podría consistir en una expedición de la MTV al Everest con el objetivo de montar una macro-carpa en su cumbre y, desde allí, retransmitir vía satélite a todo el mundo una fiesta techno repleta de “ravers”, adolescentes lesbianas y drag queens. Pero mejor ya no sigamos escribiendo más, no sea que luego se nos acuse de dar ideas.

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