Vergüenza en la fiesta de Santo Tomás

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Hoy, cuando escribo estas líneas, es 28 de enero, fiesta de Santo Tomás de Aquino. Y lo que voy a relatar me ocurrió hace unos años –concretamente, en 2003-, precisamente un día de Santo Tomás, cuando daba clases de Filosofía en un instituto de secundaria de la Región de Murcia cuyo nombre, piadosamente, vamos a omitir. No se trataba de un instituto de nueva creación ni situado en una zona deprimida, sino que podríamos decir que, en el ranking oficioso de la enseñanza regional, gozaba de un cierto pedigrí académico. De modo que, cuando me destinaron a él, creí que tal vez allí me encontraría con un ambiente mejor que el que había conocido en otros centros. No tardé mucho en irme desengañando.
 
Pero, como a uno le cuesta perder del todo la ilusión, cuando llegó enero y se aproximaba la festividad de Santo Tomás, decidí ofrecerme para dar una conferencia ese día bajo el título “Santo Tomás y el sentido de la vida”. La reacción de la jefa de estudios tras oír mi propuesta fue de lo más revelador: por supuesto, no podía decirme que la idea le pareciera mal; pero su rostro delataba una mezcla de sentimientos entre los que destacaban la sorpresa, el disgusto y la contrariedad. Mi compañera me miró como si estuviera contemplando a un extraterrestre. ¿Dar una conferencia sobre Santo Tomás el día de Santo Tomás? Una perspectiva extemporánea, desacostumbrada, embarazosa. ¡Con lo bien organizadas que teníamos las actividades de ese día: tres tonterías para que los críos que vengan estén un rato entretenidos, y enseguida todos a casa! ¿Cómo se le habrá ocurrido al pavo éste de Filosofía meterse en el fregado de dar una conferencia?
 
Pero bueno: el caso es que mi conferencia se incluyó en el por otra parte magro programa de actividades de la jornada. Llega el día 28 y hete aquí que, con mis folios bajo el brazo, me planto en la puerta del salón de actos del instituto. Son las diez de la mañana, hora fijada para el evento. Puerta cerrada: nadie viene a abrirme. Diez y cuarto. Diez y veinticinco. Vista la situación, emprendo la búsqueda del director, a ver si tiene la llave. Finalmente, doy con él y me abre la puerta. Entro y compruebo que no se ha preparado absolutamente nada: ni mesa, ni silla, ni botellín de agua, ni micrófono ni nada de nada. Se improvisa de cualquier modo lo necesario. Y el director, que debía hacer una pequeña presentación del acto, improvisa también unas palabras: tampoco él se ha preocupado ni de escribirse un par de notas en un folio. Concluida tan poco edificante introducción, procedo al fin a leer ante mi auditorio el texto de mi conferencia.
 
“Mi auditorio”…; es un decir. Por todo público, tengo a cinco o seis alumnos míos y sólo a dos profesores. Tal vez piense el lector que mis otros compañeros estarían encargándose de otras actividades de la jornada y que por eso no pudieron asistir. Pero no: me consta sin lugar a dudas que, mientras yo daba mi conferencia, la gran mayoría de los profesores que estaban aquella mañana en el centro se encontraban… en la cantina. Sí, han leído bien: en la cantina del instituto. Un profesor da una conferencia en la festividad de Santo Tomás y sus compañeros le hacen el insuperable desprecio de preferir la relajada charleta en torno a un cortado, un carajillo, una buena tostada de tomate y, ya que hoy es día de fiesta, hasta un trozo de tarta de manzana. Mientras tanto, el conferenciante, que experimenta una infinita vergüenza ajena ante el desarrollo de los acontecimientos, avanza, pese a todo, a través de sus folios. En esto que dos profesoras despistadas pasan por la puerta del salón de actos y se asoman a ver qué se está diciendo dentro. Escuchan un fragmento de la conferencia y ven que aquello está interesante: que no es ningún rollo pseudo-erudito sobre filosofía medieval. Entonces, se acercan a la cantina a ver si se traen a alguna otra compañera. Pero, entretanto, la conferencia termina. Y termina también una de las situaciones más vergonzosas que me ha tocado vivir. Mientras tanto, y como se acerca el mediodía y el instituto va a dar una comida gratis –paella- en la antedicha cantina, afluyen al instituto, atraídos por el aroma de las gambas y la magra de cerdo, numerosos profesores que esa mañana no se habían dignado aparecer por el centro. Ya se sabe que la manduca es la manduca y que posee un poder de convocatoria insuperable.
 
Entre nihilismo y fatalismo
 
En realidad, y según mi experiencia, mis compañeros de aquel instituto no son mucho peores que los de cualquier otro. Antes y después de aquella conferencia he conocido, en otros centros, situaciones análogas, algunas de ellas verdaderamente sangrantes. Situaciones que han tenido como protagonistas a profesores que, siendo pro-Logse o anti-Logse, coincidían en un punto decisivo: una especie de nihilismo educativo y fatalismo vital que ya no concibe la enseñanza como una alta misión del espíritu, sino como una actividad mecánica que, con ordenadores o sin ellos, no aspira a tocar las fibras íntimas del alma del alumno. Lo importante es aguantar como se pueda de ocho de la mañana a dos de la tarde, de lunes a viernes. Comprobar cómo caen este año los puentes en el calendario. Que lleguen rápido las vacaciones. Que se acabe el curso. Que nos reduzcan todavía más las horas lectivas. Y que –reivindicación sindical esencialísima- se mantenga la jubilación Logse a los 60 años. Fuera de este horizonte, ya no parece existir nada más.
 
Por supuesto, hay profesores que se rebelan contra tal estado de cosas; pero son los menos. También es cierto que, con el ambiente que existe hoy en las aulas de la ESO y del Bachillerato, hay motivos para comprender de sobra la desmoralización del profesorado. Pero tales motivos no lo justifican ni lo disculpan todo. Una pasividad culpable y un cobarde conformismo constituyen hoy la regla general. Aunque, en realidad, dentro de una sociedad como la nuestra, que atraviesa una tan escandalosa crisis de valores, ¿por qué iban a ser los profesores una excepción? No sé si en toda España, pero al menos en Murcia la jornada de actividades de Santo Tomás ya no se celebra –como sería lógico- el propio 28 de enero, sino un día antes, y se deja el 28 como día sin clase. A mí esto siempre me ha parecido prueba de una caradura impresionante. Y, también, síntoma de una profunda degeneración colectiva. La misma que afecta hoy a todo nuestro tejido social y que provocó que, hace unos años, aquel día de Santo Tomás de Aquino, en un instituto murciano que supuestamente puede presumir de cierta solera, se convirtiera en una jornada de infinita vergüenza.

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