El pasado lunes, lunes negro de las Bolsas del globalizado mundo nuestro (¡cómo si hubiera otro!), crujieron las columnas, pilares y cimientos (¿o sólo las balaustradas, voladizos y fachadas?) del sistema financiero mundial. Una lástima, la verdad, que hubiera sido lunes y no martes: entonces el paralelismo con el martes negro de 1929 (ese día en el que todos piensan y nadie menta de verdad) hubiera sido flagrante. La Bolsa española se pegaba este lunes el más espectacular batacazo de toda su historia: caía un ocho por ciento. Ayer, en cambio, ¡remontaba un siete por ciento! ¿Flor de un día?
Chi lo sà! (Si yo lo supiera, les aseguro que no estaría ahora escribiendo este artículo, sino corriendo a hacer
lo que hacía el Sr. Marx —Groucho— antes de aquel dichoso martes de 1929.) Lo único seguro es que va a empezar (ya lo ha hecho) el emocionante juego del yo-yo, no apto para cardíacos, en el que un día las bolsas suben una barbaridad… y el otro bajan igual —o más.
¿Bajarán las bolsas hasta que el Gran Tinglado acabe pegándosela como en el 29? ¿O remontarán hasta que todo se quede en humo de pajas, el Tinglado resista contra viento y marea —sus defensas han mejorado notablemente desde el 29 de octubre de 1929—, y todo el mundo se quede tan ancho, todos consumiendo a borbotones y produciendo a destajo?
¿Consumiendo y produciendo hasta cuándo? Porque algún día —es lo único seguro— todo esto se acabará. Algún día, aunque ni usted ni yo lo veamos, el constante progreso, el imparable crecimiento, el inagotable desarrollo se agotará, concluirá. No estoy diciendo que volveremos a la miseria de los tiempos pasados (a su miseria material, que por lo que se refiere a la espiritual, artística, cultural…, los pobres y míseros somos nosotros). Estoy diciendo tan sólo que la producción económica no puede seguir creciendo sin parar. Por dos razones. Primero, porque semejante crecimiento acarrea “decrecimientos” sin cuento: engendra todo ese estado de espíritu materialista, toda esa visión de un mundo absurdo, sin sentido, que en estas mismas páginas combatimos sin cesar. Pero hay otra razón mucho más poderosa... a efectos prácticos. Aunque nuestras miserias espirituales no fueran tales, aunque un mundo centrado en el “progreso material” no acarreara daño alguno a nuestra vida, tampoco sería posible que el Dios Progreso prosiguiera sin término, indefinidamente, hasta el final de los tiempos. Como lo dice
Alain de Benoist en un libro del que ya hablamos en estas páginas: “No es posible un crecimiento infinito en un mundo finito”. Y el nuestro lo es; mal que les pese a quienes creen que “querer es poder”, mal les pese a quienes se imaginan que basta dar muestras de pericia técnica y económica para resolverlo todo —a la vez que tiemblan despavoridos en cuanto empiezan a estallar las mil burbujas e irracionalidades de que se compone el mundo de la “racionalidad” económica.
¿Debemos temblar también nosotros? Temblemos, sí, pensando en el día (cuando sea) en que el Tinglado se pegue el gran batacazo final. Temblemos, porque una crisis de tales dimensiones, producida sin orden ni concierto, acontecida de forma no por previsible menos prevista; y sobre todo, una crisis frente a la cual ninguna gran alternativa está preparada, no puede sino degenerar en el más dantesco de los caos. Pero no temblemos como si en ello nos fuera la vida —aún menos el alma. En las crisis y convulsiones del Sistema —en sus éxitos tampoco— no nos va estrictamente nada. O sólo nos va en la medida en que no nos queda más remedio que ser sus obligados súbditos. Nada tenemos que ver con él, con ese colosal Tinglado que, engendrando la muerte del espíritu, convirtie a los hombres en unos míseros pero orondos seres cuyo único horizonte se limita a producir, consumir y morir.
Lancemos, pues, las campanas al vuelo el día en que el Gran Tinglado se derrumbe, ya sea porque los hombres, renegando de tan absurdo horizonte, vuelvan a ser hombres, o ya sea porque las contradicciones internas del Sistema liberal-capitalista (o si prefieren, tecno-liberal-industrial) lo lleven a su implosión. Lancemos aquel día las campanas al vuelo, sí. Pero sólo a una condición: a condición de que, mientras tanto, una gran alternativa no sólo social y espiritual —económica también— haya sido puesta en pie.
Mucho es el trabajo de reflexión y elaboración que tal cosa implica —para todos, pero muy en particular para los economistas, para aquellos cuyo gran saber económico corre parejas con un profundo desdén por los valores que encarna el
homo œconomicus. Trabajo enorme…, pero trabajo apasionante. Mucho más, sin duda, que seguir dándole vueltas y más vueltas a los mecanismos internos por los que el Sistema aguanta todavía con fuerza los embates… o empieza a mostrar ya las primeras grietas en sus pilares.