No salen en los telediarios, y los políticos no las tienen en cuenta. Los del PSOE sienten hacia ellas un visible desagrado. A los del PP sólo les interesan relativamente, y, desde luego, no están dispuestos a jugarse el tipo por defenderlas. Son familias normales, en principio sin nada de especial. Pero, si entráramos en sus casas y viéramos cómo viven, nos daríamos cuenta de que, en el mundo de hoy, son absolutamente extraordinarias. Muchas de ellas son cristianas (no todas: existe un cierto número de familias numerosas verde-ecologistas y anti-abortistas). Aunque entre ellos no todo es siempre idílico, los padres se quieren y nunca se les ha pasado por la cabeza la idea de divorciarse. Tienen dos o tres hijos –algunos, más- y el mayor ya se asoma al umbral de la adolescencia.
Las veces que han ido a Madrid, no han olvidado pasarse por el Museo del Prado; si son de allí, lo han visitado, con fruición indecible, muchos sábados. De pequeños, y contra la incomprensión e incluso las burlas del ambiente, la madre antepuso sus hijos al trabajo y a una realización profesional que no es para ella un ídolo obsesivo. Junto a su marido, y sin ñoñerías, enseñó a sus hijos a rezar antes de acostarse. Van a la iglesia los domingos, y a los niños les impresionan el silencio del templo, las velas y el Cristo sobre el altar. La familia entera ha visto varias veces en DVD “El hombre tranquilo”, “Capitanes intrépidos” y “¡Qué bello es vivir!”, y, años antes, los clásicos de Disney al completo. Tampoco han faltado las películas de mosqueteros y piratas, ni las de Tarzán.
El padre, al que no le asusta ejercer su autoridad, nunca ha pensado en permitir que sus hijos, en cuanto bordeen la pubertad, tengan televisión y ordenador en su dormitorio. La familia bendice la mesa antes de comer. Los niños ponen la mesa y barren el suelo al terminar. Increíblemente, a los críos les gusta más jugar con el Exin Castillos y los Juegos Reunidos Geyper que con la Playstation. Antes de dormirse, leen cada noche unas páginas del libro que tengan entre manos: ahora mismo, uno de ellos anda con una edición ilustrada de “Cuento de Navidad”, y otro, con un nuevo tomo de Mortadelo y Filemón. Recuerdan que, hace años, sus padres les contaban los cuentos de siempre antes de dormir. En casa suena una música muy variada: igual un cuarteto de Beethoven que, según el momento, una melodía celta, U2 o Roxette.
En la biblioteca de casa están, junto a Borges o Hermann Hesse, Chesterton y C.S. Lewis; a la madre le gustan los libros de Enrique Rojas y las novelas de Jane Austen. En la videoteca encontramos lo mismo “El séptimo sello” que “El apartamento” o “Forrest Gump”. Muchos sábados por la mañana, si no hay programada alguna excursión familiar, el padre se va con los niños a jugar un rato al baloncesto; a veces, sobre todo si el tiempo es malo, prefieren quedarse a hacer manualidades, y ahora el mayor está empeñado en aprender a jugar al ajedrez. Cuando llega la Navidad, la familia canta villancicos en Nochebuena, y los Reyes vienen la mañana de Reyes, y no antes. La televisión no es el centro de la casa. Los hijos saben que sus padres se quieren y nunca han visto que se falten el uno al otro al respeto. Y éstos, que ya han rebasado los cuarenta, no pueden evitar decirse que el tiempo pasa demasiado deprisa: sus hijos se están haciendo mayores, y de noche, cuando apagan la luz, más de una vez se quedan recordando cómo fue el primer día de escuela o el verano en el que los niños aprendieron a nadar. Pero esa sombra de melancolía se desvanece enseguida, anegada por la corriente de autenticidad de una familia que trabaja, convive, habla, estudia y juega, donde la fe en la vida es una realidad palpable y en la que la presencia de Dios no significa un mero desideratum ni una fórmula vacía, sino el fuego invisible que arde en el corazón del hogar.
No es un sueño ni una afirmación gratuita: estas familias existen. El autor de estas líneas conoce varias de ellas de primera mano. Las encontramos también, por ejemplo, en la sección de cartas de “Alba” o “Alfa y Omega”. Pongamos que son 100.000 en toda España. Ciertamente, una minoría frente a un número considerablemente mayor de otras familias en las que la desorientación moral y la barbarie afectiva y cultural campan a sus anchas. Pero, ¡qué formidable minoría!: una minoría que, si cobrara conciencia de su fuerza potencial y se uniera en torno a un proyecto espiritual sugestivo, podría convertirse en el fermento de un cambio social revolucionario. Hace unas semanas –diciembre del año pasado-, un valiente Sarkozy, en un sensacional discurso pronunciado ante Benedicto XVI, se atrevía a decir que Francia necesita más hombres con fe: con fe en Dios y con una ingenua y maravillosa fe en la vida. Nosotros, en España, podemos decir que necesitamos –como toda Europa- más familias normales que se atrevan a ser, en su tranquila normalidad, y sin complejo alguno, familias extraordinarias. Porque en ello nuestra sociedad se juega ni más ni menos que su futuro.