Bertolucci o el Narciso posmoderno

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Por lo demás, la historia que nos cuenta la película resulta aleccionadora no sólo para hacernos cargo de la peculiar atmósfera de un momento histórico célebre como pocos, sino para comprender la problemática espiritual de una posmodernidad que comienza precisamente a finales de la década de 1960 y que, sin sufrir cambios realmente sustanciales, llega hasta nuestros días. En síntesis: estamos en abril de 1968 e Isabelle y Théo, dos jóvenes hermanos parisinos enamorados del cine, se quedan solos en su piso de París mientras sus padres, pertenecientes a la alta burguesía intelectual francesa, se van de vacaciones. Henri Langlois, director de la mítica Cinemateca francesa, acaba de ser destituido y los jóvenes cinéfilos de París, que se han educado con las películas de Truffaut y Godard, protestan airadamente en las calles. Entonces, Isabelle y Théo conocen casualmente a Matthew, un joven norteamericano fascinado por la cultura europea, y le invitan a alojarse en su amplio apartamento. Y, a partir de ese momento, se desarrolla entre los tres un juego de equívocas relaciones psicológicas articulado en torno a los ejes del sexo y una desaforada cinefilia: un juego en el que la atracción incestuosa entre la pareja de hermanos traspasa generosamente las fronteras de la insinuación. Al final, y por iniciativa de Matthew, los tres protagonistas salen de su enclaustramiento para bajar a la calle y participar en las algaradas estudiantiles que buscaban la playa bajo los adoquines. Aunque saben que esta salida a la realidad exterior significa el crepúsculo de su pequeño universo.
 
Ahora bien: con frecuencia, el ocaso crepuscular da paso a una perdurable existencia post mortem en el territorio del mito. Bertolucci, posmoderno de manual y nostálgico del 68, se siente claramente fascinado por unos Isabelle y Théo que, en su aparente perversión, simbolizan el pathos de toda una época: ante una cultura decadente y un medio social sumido en el consumismo, la banalidad y la entropía, y frente al principio de la autoridad tradicional representado simbólicamente por el general De Gaulle, el individualismo contemporáneo ha intentado hallar refugio en el paraíso narcisista de la adolescencia y en los interminables laberintos de la subjetividad. Jean-Claude Guillebaud, en su notable ensayo La dictadura del placer, nos recuerda el extraordinario predicamento intelectual del que disfrutaron la pederastia y el incesto, dentro de la cultura europea más moderna y progresista, entre 1970 y prácticamente 1990. La familia, institución burguesa y represiva, ocultaba un intra-universo que interdictos milenarios prohibían explorar. Pero, bajo los martillazos de Nietzsche y sus acólitos, el fundamento metafísico que sustentaba ese tabú se encontraba al borde del colapso. El edificio de la cultura amenazaba una inminente ruina. Enmascarado tras mil eufemismos, el nihilismo se extendía por doquier. Isabelle y Théo lo sabían: habían sido educados en un nihilismo implícito por sus propios padres. Y su respuesta –que es también la de Bertolucci y tantos otros posmodernos e intelectuales de izquierda- consiste en reabsorberse en la cápsula de un narcisismo uterino donde quedan abolidos todos los antiguos interdictos sexuales. Un narcisismo en el que, además, la obsesión cinematográfica, convertida en idolatría, revela una individualidad que ha olvidado el arte de relacionarse luminosamente con el mundo y que, utilizando el cine como un fetiche, entabla un diálogo autista y masturbatorio consigo misma.     
 
En los albores de un siglo XXI completamente desorientado, la propuesta de Bertolucci –regresar al paraíso psíquico de la adolescencia y tirar la llave- sigue seduciendo a muchos de nuestros contemporáneos, perdidos en un laberinto del que no saben ni quieren salir. Ayudarles –sin tutelas rancias ni contraproducentes paternalismos- a liberarse de la alienación que los mantiene en la caverna platónica, constituye el gran desafío espiritual de nuestro tiempo.

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