Una amiga mía, aristócrata consorte, felicitaba a un personaje de estos que se llevan bien con todo el mundo, diciéndole: “¡Qué listo eres! ¡Qué arte tienes para quedar bien!”. Y él, muy a tono con los tiempos, le contestó: “Ten en cuenta que yo me crié detrás de un mostrador”. Replicó ella, implacable: “Se te nota”. Eso más o menos estuve a punto de decirle hace años, en un congreso poético en Sicilia, a un poeta francés de estropajosa sotabarba y gorra moscovita que proclamaba su condición de proletario y presumía de ser hijo de una lavandera. La condición proletaria, real o ficticia, siempre fue rentable para los plumíferos, y debe de seguir siéndolo, porque en una ocasión solemne de esas en que se regalan millones, el poeta millonario haría un canto a “la cultura de la pobreza” al tiempo que alardeaba ser “de baja extracción”.
¡Cuánto me gustaría poder decir otro tanto! Pero en este mundo, no sólo está mal repartido el talento, sino la pobreza, esa pobreza que hace las veces de talento y que a la hora de las recompensas tanta envidia despierta entre nosotros los privilegiados.