En su denodado esfuerzo por adaptarse a la corriente de los tiempos, el diario ABC daría en la flor de atraerse a sus terceras a “la crema y el patchoulí”, que diría el P. Coloma de sus réprobos de antaño, entre ellos el recientemente fenecido Fernán Gómez, que pudo así ilustrar a la burguesía bien pensante con loas al Manifiesto Comunista y al oficio más viejo del mundo. Esto último es algo que aludo, sin dar nombres, en este trabajo incluido en un libro mío inédito y que reproduzco ahora en homenaje si se quiere a tan eximio actor y lamentable ciudadano.
Durante la mayor parte del siglo XX, se ha venido aceptando como la cosa más natural del mundo la necesidad de sacrificar una o varias generaciones de seres humanos a la realización futura de la sociedad igualitaria. Hay que decir que también el cristianismo nos dice que esta vida no es sino un tránsito hacia la vida eterna, que es la que realmente cuenta. La Modernidad se ha desembarazado en poco tiempo, al menos en Occidente, de la escatología cristiana y de la utopía marxista, en nombre de una filosofía del presente, del aquí y el ahora, a la que el hombre ha aspirado siempre –ahí está el Carpe diem de Horacio; ahí las rosas de Ronsard- y cuyo principio supremo es el placer, principio que no hay que confundir con el de la felicidad, cosa que se ha hecho con harta frecuencia.
Placer y felicidad
Placer y felicidad no son conceptos sinónimos; más bien son antónimos a menos que se establezca entre ambos un equilibrio. Y es que el placer es destructor y la felicidad es conservadora. Jacobo Monod no obtuvo su premio Nobel por su teoría sobre el azar y la necesidad, sino por enunciar una ley en cuya virtud, para que exista vida y progreso, se ha de producir un choque entre dos elementos: uno destructor y otro represor. Es decir, que el motor de la Historia es la dialéctica entre revolución y reacción. Entre revolución y reacción nunca puede haber un equilibrio, pero sí una síntesis. Quiero decir que la reacción sólo triunfa cuando hace suyos ciertos principios de la revolución. Sin perjuicio de volver más adelante sobre esta dialéctica, lo que ahora quería decir es que el hombre tiene el afán de lo absoluto, y ese absoluto es ahora el placer, un placer del que no quiere privarse aunque se hunda el mundo.
Del mismo modo que la revolución derrotada no tenía inconveniente en sacrificar la generación o las generaciones presentes a una utopía futura, la contrarrevolución triunfante no lo tiene en sacrificar la generación o las generaciones futuras al placer del presente. No veo otra explicación a la sacralización del sida. El Centro de Derechos Humanos de las Naciones Unidas organizó en 1989 una consulta internacional sobre esa plaga de la Modernidad, y el resultado fue un informe cuyas conclusiones, por aterradoras y apocalípticas que resulten, se desvanecen ante algo que a la luz de los derechos humanos tiene una importancia muchísimo mayor, que es la “discriminación relacionada con el sida”. Mientras se encuentra o no una fórmula clínica que derrote al virus de la inmunodeficiencia humana, nos preocupamos de las consecuencias sociales de la enfermedad y no queremos saber nada de sus causas morales. Dicho de otro modo: sabemos muy bien que la enfermedad es contagiosa y mortal; que sus víctimas son ya muy numerosas y que al paso que vamos van a serlo más todavía; al mismo tiempo lo que más nos preocupa son los “derechos humanos” de los que han contraído la enfermedad, “derechos humanos” de los que el primero y principal es el de vivir con toda normalidad entre las personas que aún no la contrajeron. Naturalmente, se nos dice que no cabe hacer distingos entre los “derechos de unos pocos” y los “derechos de los muchos” y que no hay derecho a negar aquéllos en nombre de éstos. Lo sofístico de la argumentación es el empleo del término “derechos” sin especificar su contenido. Los “derechos de los muchos” no son incompatibles con el derecho de un enfermo contagioso a recibir una atención médica y una asistencia social, pública o privada. Lo que sí son incompatibles es con el “derecho” de ese enfermo a contagiar a los que están sanos.
El derecho a la salud es más que un derecho humano; es un derecho natural, como lo es el derecho a la vida. El derecho al placer es un derecho humano que puede ser compatible con el derecho natural en tanto en cuanto no ponga en peligro a la naturaleza o a la especie. Se trata de un conflicto típico entre derechos humanos y derechos naturales; el derecho natural es el derecho de la especie a la vida y a la salud; el derecho humano es el derecho del enfermo a que se le trate como si no lo estuviera, ya que eso menoscaba su dignidad. Nadie piensa en la dignidad de un tuberculoso cuando lo interna en un sanatorio o de un leproso cuando lo manda a un lazareto, si es que todavía sigue haciéndose eso con las víctimas de esas enfermedades. Ahora no se hace ni con los locos peligrosos, a los que asiste el derecho humano de andar sueltos por la calle. Uno de éstos, por cierto, se acercó no hace mucho en Sevilla a la terraza de un café y roció a los presentes con una botella de ácido sulfúrico. Ya sé que para hacer algo de eso no hace falta estar clínicamente loco; basta ser un fanático de algo, por ejemplo de la ecología, pues en la Scala de Milán un grupo de “verdes” invadió el vestíbulo del teatro y arremetió contra una joven que llevaba un abrigo de pieles tirándola al suelo y regándole el abrigo de salsa de tomate. Nadie invocó los derechos humanos ni la dignidad personal de la víctima de ese percance, culpable por supuesto de haber hecho despellejar a armiños, martas o visones, pero es que nadie se acuerda tampoco de los derechos humanos ni de la dignidad personal de la infeliz a la que violan unos gamberros o del infeliz al que roban otros a punta de navaja o de las personas que pasan meses o años en una “cárcel del pueblo” o que caen bajo la metralla de esos sujetos por excelencia de derechos humanos que son los terroristas. Digo esto porque uno de los delitos más castigados en nuestro tiempo es el que cometen los agentes de la autoridad cuando no respetan debidamente los derechos humanos ni la dignidad personal de los sujetos susodichos.
Hablar de dignidad en el caso de la mayoría de las víctimas del sida es humor negro, por no decir otra cosa. Bien sé que hay víctimas inocentes, como los hijos de un sidaico o los que contraen la enfermedad mediante transfusiones de sangre en clínicas dejadas de la mano de Dios, pero no se me alcanza cómo se puede invocar la dignidad de un sujeto que contrae una enfermedad como esa por inyectarse porquería por vía intravenosa, subcutánea, bucal o anal.
El sida es, así como suena, una enfermedad vergonzosa e inconfesable como lo suelen ser los pecados o los vicios por los que se contrae. Se alega que ese estigma social es lo que hace a quien la padece ocultar su condición, con lo que aumenta su peligrosidad. Vivimos en una época tan libre en que, gracias a la informática, Hacienda nos tiene fichados a todos los ciudadanos, y yo recuerdo que la primera vez que fui a Estados Unidos tuve que presentar un certificado médico y una radiografía del tórax. Aun hoy se exigen certificados médicos en muchas empresas y trabajos y no veo qué mal habría en que todos nos sometiéramos a las pruebas necesarias para ver si somos o no seropositivos, o al menos aquellas personas que por su profesión o sus costumbres están en contacto íntimo o frecuente con sus semejantes.
Lo de Fernán Gómez
Pero es que el problema no está ahí. El problema es que si se admite que el sida es una enfermedad indigna y vergonzosa, se está condenando a la sociedad permisiva, una sociedad basada en el placer y el vicio.
El que ese vicio o ese placer sea gratuito o lucrativo es lo de menos. Desde la tercera página de un prestigioso rotativo, un popular actor atacaba lo lucrativo y defendía lo gratuito en un canto a la prostitución “lúdica”, “asumida” y todo eso, y otra vez desde el mismo lugar, el mismo personaje, después de reconocer el fracaso personal de los que quemaron sus vidas en las orgías político-sexuales del 68, consignaba su preocupación ante el hecho de que “los conservadores, la derecha, los contrarrevolucionarios” se alegren de que los “progres” del 68 hayan ido perdiendo lo que él llama “el derecho a estar alegres”, ese derecho que a fuerza de ejercerse desenfrenadamente se ha convertido, siempre según el citado articulista, en el “derecho a estar tristes”.
El “derecho a estar tristes” es el único derecho que se pueden permitir los que confunden el placer con la felicidad. Esas confusiones se pagan a la larga o a la corta, y nada hay más humano que el derecho a confundirse y equivocarse. Lo que no hay derecho es a equivocarse y confundirse a costa de los demás, y es justamente ese derecho de unos pocos el que las Naciones Unidas pretenden que los demás respeten a su costa. El placer puede que sea un derecho humano, pero la felicidad es un derecho natural. Las Naciones Unidas se preocupan hoy en día de los derechos del niño, pero la verdad sea dicha es que los derechos del niño son más bien incompatibles con los derechos de los pederastas, una de las muchas minorías abyectas que la Modernidad se toma en serio. Cuando un miembro de esa minoría, poeta cínico, marxista y millonario, moría del sida, se emitieron los plantos de rigor, pero a nadie se le ocurrió preguntarse por la suerte de la infinidad de muchachitos anónimos a los que este homo ludens debió de corromper e infectar. De otro poeta de su mismo sexo, ya fallecido y que, dicho sea entre paréntesis, salió rebotado y echando pestes de la revolución marxista, se dijo en un homenaje póstumo que había sido un revolucionario por sus ataques a la religión y a la familia. Nadie más revolucionario que Lenin, que decía: “Envilece a la mujer y desharás la familia; deshaz la familia y desharás la sociedad”. Las estatuas de Lenin estarán por los suelos, pero esa máxima revolucionaria la ha hecho suya la contrarrevolución triunfante. Ya dije antes que la reacción sólo triunfa cuando hace suyos ciertos principios de la revolución. No fue el de Rusia y sus antiguos satélites el primer revolcón que sufrió la revolución en el siglo XX. Medio siglo antes mordía el polvo en países más occidentales, sino que en aquellos tiempos el principio revolucionario que se apropió la reacción fue el de la justicia social, algo de lo que ahora no se habla para nada. Y es que la justicia social tiene sentido cuando la vida pública se rige por la moral del trabajo, no cuando se inspira en la ética del consumo. La ética del consumo pide carne, y esa carne se la aportan las pobres desgraciadas que se echan a la calle gritando que en su cuerpo mandan ellas y que no quieren hijos ni iglesia ni cocina.